Por Silvano Pascuzzo
Hay muchos Diego Maradona. Empezando, claro, por el futbolista. Por ese tipo casi sobrehumano, que desparramó defensores en el área, que hizo goles increíbles y que podía prolongar, hasta el infinito, la ceremonia pagana de hacer jueguitos con una fruta o una pelota de golf. Un deportista con una garra, un liderazgo y un carisma inigualables; que desparramó fútbol por países que no conocían la pelota redonda. Que hizo repetir su nombre en lugares tan distantes como Buenos Aires y Asunción, Nueva York y París, El Cairo y Ciudad del Cabo, Moscú y Pekín. Una figura global anterior a la globalización. Un Campeón del Mundo, que lo era ya, antes de haberlo sido.
Después, el Maradona mediático. Procaz, desmesurado, incorregible. El conductor de un programa que recibía elogios de sus invitados, y que era el centro de los reportajes, aunque fuera él quien preguntaba. El motivo de interminables discusiones sobre la droga, el feminismo, las adicciones y el amor filial. El comentarista de Telesur junto a Víctor Hugo y el compinche de Fantino en TyC Sports. El invitado del “Contra” y de Minguito. El inexorable hincha de las tribunas de todos los deportes. El de las tapas de Caras y de Gente. El del odio de Clarín y La Nación. El ídolo que defendió Dolina e interpretó Galeano.
También el Diego padre, hermano e hijo. El tipo de familia. El que nunca se olvidó de dónde vino. El muchacho de barrio, de la villa, del potrero y la esquina. Dalma, Yanina, Claudia, y los otros pibes y pibas, que llevan en su sangre los genes de un semi Dios. Mucha gente que lo quiso, que lo abrazó y puteó. Amigos. Cómplices. Calaveras. Delincuentes. Farabutes. Espectros de la joda y las trasnochadas, de las francachelas y el despilfarro. Pero también de las vigilias en sanatorios y clínicas de rehabilitación. Una Corte de adulones, al mismo tiempo que de caricias. Un cortejo. Una barra. Un Clan.
Junto a eso, el estandarte del Deporte argentino. Alguien que nunca dejó de vestir la camiseta de la Selección con orgullo. Que se arriesgó una y mil veces por representar al país, al que amaba con pasión. Lo saben los Pumas, las Leonas, los jugadores de básquet y de tenis, de polo y ajedrez, que lo tuvieron hinchando, alocado, gritón, haciendo el aguante. Hay gente que desprecia eso. Yo lo admiro, porque es una forma de querer a la Patria. Tanto o más genuina que la que se evidencia en la aburrida repetición de un acto oficial.
Sin dudas, claro, el Maradona militante. El que dijo siempre ser peronista. El que se tatuó a Guevara y a Fidel; el que defendió a Chávez y a Venezuela, a Palestina y a Lula, a Maduro y a Evo. El que acompañó todas las gestas, de Malvinas al rechazo del Alca. El que despidió a Kirchner al lado de Cristina. El que interpeló a los yanquis, al Papa y la FIFA. El que le recordó a Macri que sus decisiones le “cagaron la vida a dos generaciones de argentinos”.
Esa multiplicidad de sujetos, de personalidades, de facetas, en una sola persona, resumen lo colectivo, lo popular, mejor que cientos de libros y conferencias. Nosotros, los argentinos, lo llevamos como emblema, como insignia y como blasón. Es un antihéroe plebeyo, hirsuto, desmesurado y procaz. Un gigante de carne y hueso, como el de los mitos homéricos, como el de los cuentos infantiles, como el de las películas de Disney. Es controversial sostener que los sufrimientos y los padecimientos que su vida acompañaron, se empequeñecen al contemplar en este momento, como lo hago yo mientras escribo, esa cola interminable en la Plaza de Mayo, llena de sueños rotos y recuerdos gloriosos.
Trato de ser vocero – una pretensión egoísta, claro – de miles de compatriotas, de mujeres y de hombres, cuyas vidas estuvieron transitadas por su figura, por sus actos y por su amor a la pelota. Soy consciente que hay personas que lo odian, que saludan desde el resentimiento su partida. Que descargan sobre Maradona miles de complejas frustraciones. Pero estoy seguro que la mayoría sintió lo mismo que yo al recibir la noticia: desazón, desesperación y un vacío imposible de llenar.
Queda mi propio Diego. Ese que mi papá decía que era el mejor de todos - mi papá, que había visto a Distéfano y Pelé; a la máquina de River y al Brasil del ‘58 – y que, en 1986, me hizo levantar de la silla para gritar un gol que el planeta entero repasa entre los ecos del relato de Víctor Hugo en mil lenguas distintas. El de la casa esa, de donde lo sacaron drogado, para festín de las fieras. El del ‘79, el del ‘90. El de 1994, en otro día crepuscular, con la gente en ese colectivo de la línea 108, rumbo a Chacarita, llena de dolor y desesperanza. El de Sudáfrica 2010, como técnico de una Selección que, por muy poco, no alcanzó lo más alto.
Cierro esta nota, en fin, tratando de ser coherente y honrado con mis sentimientos. A Maradona lo quise y lo puteé, lo adoré y le reproché mezquindades y errores, lo acompañé y lo seguí durante 50 años. Estoy solo, como millones de personas en el Mundo. Hay un astro que no brilla más en el palco de Boca, en el césped del Azteca, en la niebla brumosa de Fiorito. Pero de algo estoy seguro. Nunca va a morir. Porque los tipos que el Pueblo idolatra, que la gente ama con locura y con pasión, se quedan y nos acompañan. Sueño con el día que mi hijo más chico y mi hija mayor, le digan a sus amigos y a mis nietos: “Silvano lo vio jugar a Diego”. Y ese día se va a confirmar algo que hoy es una intuición: que vos Pelusa, sos la Patria y sos Pueblo; algo que pocos pueden decir y representar. Buen viaje Maestro. Te voy a extrañar.