Por Silvano Pascuzzo
Lo Público como Respuesta al Egoísmo Utilitarista. El Neoliberalismo de fines del siglo XX y principios del XXI, continúa apelando a la idea, bastante vetusta, de la “racionalidad instrumental” para explicar casi todo. Sus cultores han puesto al Individuo en el lugar del alfa y el omega de todas las cosas, buenas y malas, que le ocurren a las sociedades contemporáneas. Y, siguiendo en ello a la Ilustración y sus corifeos decimonónicos de la escuela positivista, realzan el papel que cada persona tiene en la solución de problemas complejos y terriblemente intrincados. Hay – cómo ya lo dijéramos en más de una ocasión – una desmedida confianza en la capacidad de los seres humanos para hacer uso de su inteligencia con libertad y autonomía.
Como bien lo destacara el pensamiento cristiano primitivo, el Hombre no es “ni bueno, ni malo; es imperfecto”. En consecuencia, comete múltiples errores a la hora de entender, interpretar y encarar el mundo que lo rodea. Es, por definición, un ser falible. De allí la necesidad de construir una “Ciudad Terrena”, en la que lo público – el Bien Común – se conjugue armoniosamente con las pulsiones e intereses individuales; siempre egoístas y siempre peligrosas para los demás, para los otros. Agustín de Hipona (354-430) expresó dichas certezas en sus Confesiones, de un modo magistral, al identificar como fuente del pecado al egoísmo, siempre secundado por el error y la ignorancia.
Lo colectivo, entonces, fue mirado, por la tradición sofística, como una traba para el despliegue de los instintos y las fuerzas condensadas de la racionalidad utilitarista y amoral. La preeminencia del Yo sobre los otros fue el tema principal de la Filosofía Contemporánea, hasta explotar en Arthur Schopenhauer (1788- 1860) y en Friedrich Nietzsche (1844-1900), como sus máximos exponentes. La justificación pesimista de la vulgaridad de las masas, no fue más que la hipócrita frustración de reaccionarios resentidos y amargados contra el avance de los pueblos y de la Democracia.
Los desafíos de éste nuevo tiempo, en el que lo colectivo parece aplastar a las personas contra el muro poderoso de una igualación abúlica e intrascendente, muestran con inigualable claridad el fracaso de ese individualismo racionalista, que se proponía como remedio al nihilismo; así como los efectos destructivos de la idea nietzscheana del Superhombre, por la vía del Totalitarismo. Lo comunitario, lo social, lo colectivo, requieren entonces ser repensados, a la luz de los problemas – algunos de ellos muy graves – que tenemos hoy por delante.
En primer término, hace falta – una vez más – desmitificar la idea de Mercado. El automatismo de los padres de la Economía Política Clásica surgió en un mundo agrícola, rural, aristocrático, muy distinto del actual. Aquellos intelectuales asustados frente al poder omnímodo del absolutismo, creyeron encontrar en la razón universal el remedio a las inconsistencias de los estamentos y el privilegio. Pusieron su Fe en leyes naturales infalibles e implacables, que no podían ni debían ser ignoradas, en beneficio de la Humanidad. Dos guerras mundiales, tiranías, hambrunas, guerras y otros males, han dado al traste con ese optimismo ingenuo y anacrónico. La Libertad, por sí sola, no construye paraísos; incluso puede, en ocasiones, arrasarlos.
En segundo lugar, pareciera que las cosas no cambian ni tan rápido ni tan linealmente como los cultores de la ciencia positivista creían. Las continuidades son muchas, las estructuras aparecen como más sólidas de lo que creíamos, y la capacidad humana para corregir errores se nos presenta como algo ocasional y poco común. Los cambios y las permanencias requieren ser administrados por la autoridad pública democrática, y ningún automatismo parece superar a la vieja y tradicional receta del Estado como ordenador de la vida colectiva. Ante las crisis, los hombres se refugian en la confianza, más o menos genuina, en lo público.
Finalmente, habría que denunciar el falso espejismo de la autonomía a ultranza del individuo, como el factor disolvente más peligroso de la modernidad. Las personas sin contención de colectivos organizados, son mucho más permeables a la manipulación de los medios concentrados y del poder económico que las que se encuentran contenidas por instancias grupales. La cultura del Yo como centro del universo y de la vida, produce no hombres libres y autónomos, sino marionetas inconscientes, al servicio del capital globalizado.
Maximilien De Robespierre (1758-1794), uno de los hombres más odiados y denostados por las oligarquías de todos los pelajes en los últimos tres siglos, solía recalcar – siguiendo en ello a sus maestros agustinos de París – la mentira y la insensatez de aquella creencia desmedida en la Libertad, no convenientemente sofrenada por los otros dos valores rutilantes, que debían custodiarla de sus propias evanescencias y desmesuras: la Fraternidad y la Igualdad. Su pasión por la Patria – como continente – y por el Pueblo – como contenido – de una verdadera Democracia Social, le costó la vida; pero su pensamiento es actual, en la medida en que interpela a nuestras conciencias sobre los peligros de esa desaforada ambición concupiscente por la afirmación del propio interés.
La pandemia del coronavirus pone en el tapete la impotencia de la racionalidad individual para resolver un desafío biológico. Las apelaciones a la autónoma responsabilidad individual, se han estrellado contra el muro infranqueable de la desidia, el oportunismo y la ambición desmedida de los hombres. El éxito de China en la lucha contra el virus y el fracaso de España e Italia, demuestran que, sin Estado, la vida humana es frágil y tremendamente revocable.
Lo comunitario encuentra una solución más efectiva a ciertos dilemas que la confianza ingenua en la racionalidad; y lo público parece tener mejores chances que lo privado, a la hora de enfrentar serias amenazas. El viejo dilema entre Libertad y Autoridad retorna con fuerza en momentos como los actuales; produciendo el sinsentido de liberales a ultranza, cantando loas al Socialismo Chino. Todo ello, a consecuencia de haber ignorado las tensiones inevitables que existen entre el Yo y el Nosotros. Tensiones que lejos de poder ser erradicadas por el Mercado y/o aplastadas por el Totalitarismo, deben ser arbitradas y compensadas por un Estado activo, responsable y portador de la soberanía popular.