Por Elías de la Cera
Divicón, Rey de los celtas y líder de los tigurinos, discute con Cayo Julio César, hombre de muchos y extraordinarios talentos, porque el futuro geopolítico de las Galias está en juego. Arguye Divicón, rodeado de serviles embajadores helvecios, que si el pueblo romano hacía la paz con los helvecios, estaban ellos dispuestos a ir y morar donde César mandase y tuviera por conveniente. Mas si persistía en hacerles la guerra, se acordase de la derrota del ejército romano en la Galia Narbonense y del inestimable valor de los helvecios.
César, sediento de vengar las injurias cometidas hacia su república, le dice que era demasiada insolencia el proceder de esa manera. Sólo hay un motivo por el cual los atentados de los helvecios no han recibido castigo alguno. César lo dice desbordando elocuencia: “Suelen los dioses inmortales, cuando quieren descargar su ira sobre los hombres en venganza de sus maldades, concederles tal vez la mayor prosperidad con impunidad más prolongada, para que después les cause mayor tormento el trastorno de su fortuna”.
Pareciera que el destino se empeña en generar semejanzas, similitudes, simetrías. En un colegio de Buenos Aires, una maestra hace una pregunta y el ambiente se pone pesado porque nadie contesta. Hay un niño que, misteriosamente, sabe la respuesta. La maestra nombra uno por uno a los compañeros y el niño espera sobrador, sin levantar la mano.
La señorita se acerca al grupo de las niñas y pronuncia el nombre amado, el nombre que lo delata. Ella, la niña de su insomnio, tampoco sabe la respuesta. Luego de regañarla duramente, la señorita mira al niño tahur y le exige la respuesta. Él sabe que no puede responder. No puede anotarse un punto a costa de humillar a la morocha que lo enloquece. Es entonces que decide no saber, declarar su amor fingiendo ignorancia. Si nadie sabe, estará bien no saber.
De pronto, como una blasfemia, se escuche la voz de alguien que grita la respuesta exacta. La maestra se deshace de elogios para con el perverso. ¿Cómo puede ser condecorado tamaño acto de egoísmo? ¿Por qué nadie castiga a los que buscan prosperar en detrimento de sus compañeros?. El niño taura mira como se regocija el alcahuete mientras piensa y guarda una frase in pectore: “Mañana te quiero ver”.
La historia no se detiene; simplemente fluye. No hay hazañas, hechos estéticos, ni gestos elegantes que no tengan rumbo hacia el olvido. Ni la bonhomía, ni la generosidad fueron premiadas. Y nadie supo que un niño atorrante y enamorado, ha mejorado la frase de un César.