Por Lautaro Garcia Lucchesi
La discusión entre la parte y el todo es la resultante de un viejo interrogante filosófico respecto de si el todo antecede a la parte o la parte antecede al todo. En esta discusión, hay dos grandes posturas. Una de ellas es la encarnada por Aristóteles, para quien:
“si las partes son anteriores al todo, siendo el ángulo agudo una parte del ángulo recto, el dedo una parte del animal, el ángulo agudo será anterior al recto, y el dedo anterior al hombre; y sin embargo, el hombre y el ángulo recto parecen anteriores: por su noción es como se definen las otras cosas, y son también anteriores, porque pueden existir sin ellas [...] El hombre, el caballo, todos los universales residen en los individuos; la sustancia no es cierta cosa universal; es un conjunto, un compuesto de tal forma y de tal materia: la materia y la forma son universales; pero el individuo, Sócrates, o cualquier otro, es un conjunto de forma y de materia. La forma misma, y por forma entiendo la esencia pura, tiene igualmente partes, lo mismo que el conjunto de la forma y de la materia; pero las partes de la forma no son más que partes de la definición, y la definición no es más que la noción general, porque el círculo y la esencia del círculo, el alma y la esencia del alma, son una sola y misma cosa”.
Pero, así como para el fundador del Liceo el todo es más que la suma de las partes y, por lo tanto, el todo viene primero, existe otra corriente que afirma lo contrario, a quienes se denomina “atomistas”, dentro de la cual se encuentran los pensadores contractualistas.
Para estos, el todo no es más que la suma de las partes y, por lo tanto, las partes anteceden a éste. Dentro del campo de la filosofía política, estas dos concepciones también tienen su correlato. Para la visión totalizadora, el todo está representado en la comunidad, que es el organismo en el que vive el animal social humano y al cual está atado su destino. En la concepción aristotélica, el ciudadano que pertenece a la comunidad comprende que el poder alcanzar su felicidad personal está atado a la realización de la comunidad como conjunto; esto lleva al hombre a entender que, a la hora de su accionar, lo que puede ser beneficioso para él individualmente, puede no serlo para la comunidad como conjunto, para el bien común y, en ese caso, éste debe prescindir de llevar adelante esa acción. Es decir que la parte, el individuo, debe siempre tener presente al todo, la comunidad, a la hora de su accionar.
En contraposición, los atomistas no hablan en términos de comunidad, sino que utilizan el concepto de sociedad, a la cual comprenden como la mera suma de los individuos que la componen. Aquí, el todo no tiene ningún tipo de entidad propia, por eso se afirma que cada individuo debe perseguir sus propios fines egoístas e individuales, porque ésto, en el marco de una sociedad competitiva y mercantil, termina, de una u otra manera, beneficiando al conjunto. Asimismo, estos objetivos individuales siempre se configuran en clave materialista, es decir, que el individuo sólo puede perseguir objetivos materiales, por eso se habla de maximización de ganancias. En esta concepción, el hombre sólo tiene apetito por aumentar su propiedad privada, sin ningún tipo de consideración ética o moral por las formas en las que se adquiere la misma (en John Locke existía un límite expreso a dicha propiedad, pero esta consideración ha sido dejada de lado por la tradición liberal).
Esta es la concepción que se ha impuesto en el mundo a partir de la Modernidad. Sin embargo, esta concepción, que ha intentado erigirse como pensamiento único, hace tiempo que viene exhibiendo sus flaquezas. Destrucción del medio ambiente, aumento de la desigualdad e inequidad social, subordinación de la política a los designios de la economía y las finanzas, fragmentación social, elevados niveles de violencia, pérdida de identidad, carencia de valores éticos y morales, entre otras. Todos elementos que han contribuido a la fragmentación del tejido social y del Estado-nación, en pos de una autoridad tecnocrática y globalizadora cuyo verdadero rostro permanece oculto.
Como estrategia de defensa, los partidarios de este paradigma han sistemáticamente descalificado a quienes se oponen a éste, acusándolos de “pretender detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano” y de “comunistas”, término éste que, en la corta visión de sus emisores, sólo hace referencia al stalinismo-leninismo en su faceta más violenta y autoritaria, olvidando la vigencia que la comunidad ha tenido y tiene a lo largo de toda la historia humana.
El Papa Francisco, amparándose en el poder que le transfiere su posición, ha decidido transformarse en la punta de lanza de las críticas hacia el paradigma reinante, y es objetivo de este artículo estructurar su pensamiento crítico. El punto de partida de la crítica papal se encuentra en la lógica individualista reinante. Esta lógica ha llevado a un utilitarismo en el que el hombre ha jugado a ser Dios, subyugando a la naturaleza en pos de ponerla al servicio de su interés maximizador de ganancias, olvidando la máxima cristiana de respeto a todas las creaciones de Dios, pues en todas ellas se encuentra parte de su esencia. Detrás de esto, lo que se esconde es una prudencia respecto a la utilización de los recursos, buscando un relación de equilibrio con ella.
Pero esta lógica no se ha extendido solamente a la naturaleza, sino también al hombre mismo, lo que, en palabras de Francisco:
“Nos lleva a una constante esquizofrenia, que va de la exaltación tecnocrática que no reconoce a los demás seres un valor propio, hasta la reacción de negar todo valor peculiar al ser humano [...] Cuando el ser humano se coloca a sí mismo en el centro, termina dando prioridad absoluta a sus conveniencias circunstanciales, y todo lo demás se vuelve relativo. Por eso no debería llamar la atención que, junto con la omnipresencia del paradigma tecnocrático y la adoración del poder humano sin límites, se desarrolle en los sujetos este relativismo donde todo se vuelve irrelevante si no sirve a los propios intereses inmediatos”.
Esta desmesura antropocéntrica es la que ha legitimado la idea de que en el mundo, como en la naturaleza, lo que rige es la supervivencia del más fuerte; por eso el culto al rico, que es la representación del más fuerte en el mundo moderno, y a la propiedad privada, que es la exhibición de esa riqueza. Al mismo tiempo, esa cultura del relativismo también ha reforzado la patología de que una persona pueda aprovecharse de otra y cosificarla, poniéndola al servicio de sus intereses. “Si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los
propios proyectos y de las necesidades inmediatas” ¿cómo se le impone un límite a la desidia humana y a la cultura del descarte?.
Esto es lo que ha terminado por generar que, a la par del progreso técnico y tecnológico, los seres humanos hayan perdido la esperanza en un futuro feliz, porque la gente ha tomado conciencia de que la técnica y las derivaciones provenientes de su avance no son objetos neutros, sino que éstos otorgan a su poseedor el dominio, en el sentido más extremo de la palabra, sobre el resto, ya que “crean un entramado que termina condicionando los estilos de vida y orientan las posibilidades sociales en la línea de los intereses de determinados grupos de poder”; al mismo tiempo, la humanidad tampoco se presta a renunciar a dichos avances y reclama constantemente por la innovación, lo que ha impreso una fugacidad que nos arrastra y nos impide recuperar la profundidad de la vida.
La gente ha tomado conciencia de que “el avance de la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la historia”. Y sin embargo, se continúa insistiendo en que la economía actual y la tecnología son la solución a todos nuestros problemas.
Cuando hablamos de economía actual, nos referimos al principio maximizador de ganancias aislado de cualquier otra consideración que, para Francisco, “es una distorsión conceptual de la economía: si aumenta la producción, interesa poco que se produzca a costa de los recursos futuros o de la salud del ambiente”.
Esto nos lleva a cuestionarnos la relación existente entre la política y el binomio economía-finanzas. Lo que ha sucedido es una completa subordinación de la política a los designios de dicho binomio. Demonizada la política como un elemento distorsionador, se ha impuesto una concepción mágica del mercado, que se presenta como el instrumento que puede resolver todos nuestros problemas a partir del crecimiento de los beneficios de las empresas y los individuos; además, éste sería el garante del desarrollo humano integral y la inclusión social, mediante un mecanismo conocido como “derrame económico” que nadie, jamás, ha visto ni verá suceder.
El único resultado que ha traído la creencia en este paradigma ha sido “un superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora”, junto con la ausencia de instituciones económicas y sociales que garanticen a los sectores más postergados el acceso a los recursos más básicos que requieren para su subsistencia. Para el líder de la Iglesia Católica:
“La política no debe someterse a la economía y ésta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia. Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente la vida humana. La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación [...] No se puede justificar una economía sin política, que sería incapaz de propiciar otra lógica que rija los diversos aspectos de la crisis actual. La lógica que no permite prever una preocupación sincera por el ambiente es la misma que vuelve imprevisible una preocupación por integrar a los más frágiles, porque “en el vigente modelo ‘exitista’ y ‘privatista’ no parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida”.
Lo que Francisco propone es avanzar hacia la construcción de un nuevo modelo de progreso y desarrollo global, poniendo a la tecnología y a la economía al servicio de un mundo mejor y de una calidad de vida integralmente superior. Para ello, hay una serie de principios que se deben necesariamente tener en cuenta.
En primer lugar, el derecho a la propiedad privada no puede transformarse en una principio absoluto y superior a la función social de dicha propiedad y al derecho universal de las personas al uso de los recursos. Debemos respetar el derecho a la propiedad privada, pero el “primer principio de todo el ordenamiento ético-social” debe ser este último derecho universal. Esto lleva implícito la recuperación del concepto de bien común, que es “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones, y a cada uno de sus miembros, el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”.
Este bien común presupone el respeto al hombre como sujeto de derechos básicos e inalienables para el logro de su desarrollo integral. También implica la recuperación de unidades intermedias que ya han sido destacadas por Aristóteles, principalmente la familia, que compone la célula básica de toda sociedad. Asimismo, se debe poner el foco en la justicia distributiva y en que los componentes de la sociedad comprendan que son responsables de la defensa y promoción de este bien común.
Al mismo tiempo, en relación a esta asociación en pos del bien común, ésta abarca no sólo a los miembros actuales que la componen, sino también a las generaciones futuras. Por eso, debe existir una solidaridad no sólo intrageneracional sino también intergeneracional, entendiendo que lo único que puede sobrevivir al paso del tiempo es la asociación.
En segundo lugar, debemos respetar las identidades culturales particulares que existen alrededor del mundo. El mundo globalizado ha tendido a la homogeneización cultural y al debilitamiento de estas identidades particulares que, en palabras de Francisco, son “un tesoro de la humanidad”. Es por esta razón que, a los problemas particulares, siempre se les ha intentado dar soluciones universales, minimizando el papel de la identidad cultural particular y la complejidad que ésta le imprime a los problemas. De ahí que las soluciones que han sido útiles para un pueblo determinado, puedan no serlo para otro.
Por esto, “hace falta incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas, y así entender que el desarrollo de un grupos social supone un proceso histórico dentro de un contexto cultural y requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura”.
Y en último lugar, se requiere de una ecología económica, entendiendo que el abordaje de los problemas medioambientales no puede considerarse de forma separada respecto a los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos y de la relación de cada persona consigo misma, pues todos estos contextos definen la forma en la que nos relacionamos con los demás y con el ambiente. “Hay una interacción entre los ecosistemas y entre los diversos mundos de referencia social, y así se muestra una vez más que “el todo es superior a la parte”.
De esta manera, sólo a partir de un nuevo modelo de desarrollo que respete estos elementos que Francisco menciona, podremos abandonar este mundo posmoderno, individualista, injusto, inmediatista, utilitarista, ética y culturalmente deteriorado, donde dejemos de interpretar al otro como un competidor para recuperar lo que nuestro Presidente ha denominado la “ética de la solidaridad”.