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La Inglaterra que vio Marx

Por Lautaro Garcia Lucchesi

Karl Marx se trasladó a Londres en mayo de 1849, donde permaneció hasta su muerte, el 14 de marzo de 1883. Allí escribiría El 18 Brumario de Luis Bonaparte, La Guerra Civil en Francia, Contribución a la crítica de la economía política y el primer volumen de El capital, entre otras.


Lo que el filósofo de Tréveris observó allí fue fundamental para la escritura de su obra económica más prominente, con la cual invirtió todos los presupuestos de los economistas liberales. En este breve artículo, intentaremos esbozar cómo era la Inglaterra industrial de aquella época, sus escenarios y su gente, sobre la que Marx esbozó sus reflexiones.


En primer lugar, las principales ciudades industriales de Inglaterra (Liverpool, Manchester, Leeds, Birmingham, entre otras) estaban abarrotadas de familias en condiciones pordioseras, carentes de cualquier tipo de comodidad mínima, llámese vivienda, agua o, muchas veces, incluso comida. Esta era la vieja yeomanry, clase de pequeños propietarios que mutó en proletariado industrial con la aparición de los enclosures. Esta transformación en el tipo de propiedad los desplazó hacia las ciudades, en búsqueda de rehacer sus vidas. Pero el panorama

allí no era lo que esperaban.


Para el obrero habituado al trabajo a domicilio o al del pequeño taller, la fábrica era una verdadera pesadilla. El primero de éstos estaba acostumbrado a administrar su propia libertad: jornadas de trabajo flexibles, donde podía comenzar una tarea y abandonarla a su antojo, sin horas regulares; donde podía descansar el tiempo que se le antojara, siempre y cuando pudiese procurarse el dinero necesario para alimentar a la familia. En el caso de los pequeños talleres, la libertad era un poco más restringida, pero la relación maestro-artesano era una relación de hombre a hombre, que conservaba el trato personal, y no existía un reglamento inflexible que arrastraba al hombre como el engranaje de una máquina sin alma.


Frente a esto, ingresar a una fábrica era como ingresar a una prisión. De allí el odio a esta institución y a sus maquinarias. Horarios fijos, jornadas laborales interminables, condiciones insalubres, hacinamiento, ausencia de descansos, salarios miserables; un régimen social que multiplicaba la desesperanza de una clase forzosamente desposeída. Por esto, la destrucción de maquinaria y las huelgas tumultuosas eran habituales. Bajo el régimen de la gran industria, el contrato individual de trabajo no era más que el medio por el cual se consumaba la servidumbre del individuo.


Pero, por si el dominio de los capitalistas por sí mismos no era suficiente, la clase política inglesa le dió un marco legal a ese dominio. En 1769 se dictó la primera ley para reprimir los motines obreros, luego de que un aserradero mecánico en Limehouse fuera asaltado y demolido. Por esta ley, la destrucción voluntaria de cualquier edificio que contuviese máquinas, ya sea por un individuo o por un grupo ilegal y sedicioso, sería calificado como felonía y sentenciado con la muerte.


Los motines y ataques a fábricas continuaron, pero sus actividades no traían los resultados esperados. Numerosos obreros de diferentes industrias se presentaban ante el Parlamento para exigir cambios en su situación laboral o para hacer escuchar sus reclamos. Muchas veces solicitaban que se regulara la utilización de tal o cual máquina o que se le pusiera un tope al alza del precio de tal o cual producto. Pero la respuesta que obtenían era siempre la misma: “el interés superior de la industria es idéntico al interés mismo del país”.


Por si esto no era poco, en 1799 el Parlamento inglés sancionó una ley contra los sindicatos, que inauguró un cuarto de siglo de persecuciones contra la clase obrera. Por esta ley, se prohibía a los obreros de todos los oficios el concertarse, ya fuera para obtener un aumento de salarios o una disminución de las horas de trabajo, ya para obligar a los patronos a emplear a ciertos obreros con exclusión de ciertos otros, ya para establecer e imponer cualquier reglamento.


También eran penados aquellos que intentasen seducir a los obreros para impedirles que entraran en ciertos talleres o que se negaran a trabajar con ellos, y contra los que asistiesen a reuniones ilícitas y recibiesen o entregasen dinero para organizarlas. La pena consistía en tres meses de cárcel como mínimo o dos meses de trabajos forzados. Asimismo, los acusados no eran llevados ante un jurado, sino que la decisión respecto del delito impugnado era confiada a un juez de paz que, según las ideas de la época, debía ser un representante de la causa del orden tal como la concebían las clases dominantes.


Las condenas fueron frecuentes y severas pero, para los dueños de las grandes fábricas, eran inevitables porque, si no se hubiesen aplicado, las pretensiones desastrosas de los obreros hubiesen arruinado enteramente el comercio, la industria y la agricultura británicas. Toda consideración de justicia para con el obrero desapareció. Y, sin embargo, todo esto no fue suficiente para destruir o impedir completamente la constitución de sindicatos obreros.


Ahora bien, si parece que los hombres eran los que más sufrían, todavía falta hablar de la situación de los niños y las mujeres. Para la industria textil, donde los trabajos de hilatura eran de fácil aprendizaje y exigían poca fuerza muscular, las mujeres y los niños eran el obrero perfecto. Además, para ciertas operaciones, la estatura de los niños y la finura de sus dedos los convertía en los mejores auxiliares de las máquinas. También su debilidad física era garantía de su docilidad: su voluntad podía doblegarse fácilmente, algo que no ocurría con los hombres adultos.


Sus salarios representaban apenas entre la tercera y la sexta parte de lo que percibía un adulto e, incluso, a veces sólo se les pagaba con alojamiento y comida. Por si esto no fuera suficiente, los niños estaban ligados por contratos de aprendizaje, que los retenían en la fábrica, por lo menos, durante siete años y, generalmente, permanecían allí hasta la mayoría de edad, ingresando cuando cumplían siete años.


¿De dónde obtenían las fábricas a los niños?. Ningún padre entregaría directamente a su niño a este régimen de trabajo. Sin embargo, ante la falta de vivienda, ropa y comida, las familias solían entregar a sus hijos a las parroquias, que los tenían a su cargo. Como las parroquias sólo podían deshacerse de los niños si éstos quedaban bajo el cuidado de alguien, se producían verdaderas transacciones entre las parroquias y los dueños de las fábricas, como si el niño fuera una mercancía. Cincuenta, ochenta, cien niños eran cedidos y embarcados, cual vacuno al matarife, hacia la fábrica, donde permanecerían encerrados toda su infancia. De hecho, existía una ley de 1697 que obligaba a los patronos designados por los jueces de paz a tomar en aprendizaje a estos niños bajo pena de una multa de £10. Bajo esta ley se amparaban los que participaban de este intercambio.


No es que en los talleres domésticos no hubiese existido el trabajo forzado de los niños. Pero la suerte que corrieron estos niños “aprendices de las parroquias” fue lamentable. Encerrados en edificios aislados, eran sometidos a la esclavitud inhumana de los patronos. Sus jornadas de trabajo no tenían fin: podían durar doce, catorce o hasta dieciocho horas diarias; y, como la paga de los capataces dependía de la productividad de estos niños, no se les permitía demorarse ni por un segundo.


En aquellas fábricas donde se trabajaba de día y de noche, se formaban equipos de infantes que se relevaban entre sí. Los accidentes eran muy frecuentes, especialmente hacia el final de las jornadas, cuando los niños estaban completamente agotados. La pérdida o aplastamiento de miembros por las máquinas era algo habitual. También era habitual el uso del látigo o de la violencia física para el disciplinamiento y, si intentaban huir, se les ponían grilletes en los pies.


La alimentación era atroz: pan negro, tocino y avena rancia y enmohecida eran parte del menú habitual. Los banquetes quedaban reservados para los dueños del capital. La insalubridad de la fábrica, con sus techos bajos, sus ventanas estrechisimas y el polvo que circulaba, el cual se introducía en los pulmones, causaba una fiebre contagiosa, conocida como “fiebre de las fábricas”, y, a la larga, generaba los más graves desórdenes de salud.


Y por si todo esto no alcanzaba para arruinar la vida de estos niños, la promiscuidad de los talleres y de los dormitorios terminaban por corromperlos y arruinarlos definitivamente. Los dormitorios eran compartidos entre niños y adultos, lo que permitía a estos últimos desatar sus más bajos instintos. Toda esta mezcla de depravación y sufrimiento presentaban a la fábrica, en la conciencia puritana, como el mismísimo infierno.


Pero aquí no termina el sufrimiento de estos jóvenes. Si lograban sobrevivir a la fábrica, salían de ella no sólo con las marcas en su cuerpo que dejaba esa infeliz experiencia, sino también con un estado intelectual y moral no mucho mejor.


Salían ignorantes y totalmente corrompidos. Carecían de una instrucción básica y del saber profesional para ganarse la vida por sí mismos. En sus días en la fábrica, sólo repetía la labor de auxiliar de máquinas, por lo que estaban condenados a repetir el mismo trabajo durante toda su vida, atado a la fábrica como siervo a la gleba. Para el caso de las mujeres, la única escapatoria posible a ese infierno era la prostitución.


Esta Londres moralmente degradada pero, para una ínfima minoría, materialmente opulenta fue la que observó y analizó Marx en sus días. La oposición entre capital y trabajo es anterior a la revolución industrial. Pero jamás había sido tan marcada como en ese momento histórico. La enajenación y miseria de la clase obrera que ilustró Marx en su obra no es más que la inevitable resultante del panorama descrito en este artículo.

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