Por Silvano Pascuzzo
Es notable como se ha puesto de moda el discurso de los sectores dominantes al interior del espacio que, desde 2003, los combatió con notable éxito. El Kirchnerismo se convenció de que ya no era rentable, ni deseable, ni posible, seguir alimentando la “grieta”, y se puso a perorar sobre el “consenso” y los buenos modales, y la “Unidad de Todos los argentinos”. Una estupidez proverbial, además de una muestra imperdonable de cinismo. Se ha ganado una elección. Mauricio Macri no es más Presidente. Pero la herramienta política con la que contábamos muchos, para avanzar en busca de otros horizontes luego de la victoria de 2019, es ahora parte de un contubernio, en el que hace el papel de “perro faldero”.
Lo tremendo, y lo terrible, es que, al obrar de este modo, sus dirigentes – empezando por Cristina Fernández – imparten órdenes y sugieren interpretaciones de la realidad que sólo les sirven a ellos. Los errores cometidos tuvieron que haber sido muy serios, para terminar siendo permeables a las extorsiones de tipos como Felipe Solá, Sergio Massa o Alberto Fernández. Ahora son lectores agudos de Nicola Maquiavelo, tipos y tipas que, hace casi dos décadas, te hablaban desde un pedestal, citando a Eduardo Galeano y a José Pablo Feinmann.
El oficialismo sabe que deberá pasar por las “horcas caudinas” del acuerdo con el FMI. Y está culposo. No coincido con compañeros como Guillermo Moreno, que hablan de un “ajuste”. A mi modo de ver, este elenco que hoy ocupa la Casa Rosada, no tiene coraje para hacer semejante cosa. No tiene ni la caradurez, ni la ambición, de Carlos Menem. Su idea no es la de aplicar un paquete de medidas ortodoxas; sino la de hacer equilibrios en medio de presiones varias, a las que se somete con una permeabilidad asombrosa. Lo más probable es que continúe como hasta ahora: lanzando eslóganes y proyectos progresistas, mientras dialoga con el Poder Real, y tranza acuerdos de gobernabilidad inconfesables.
La pobreza intelectual de la “militancia orgánica” – uno de los males endémicos del Kirchnerismo - se ha profundizado, por el achicamiento de los lugares de gestión y la escualidez de los grupos militantes, que siguen aferrados a la fe o al laburito, como náufrago a una balsa de maderos putrefactos. Y es difícil polemizar con individuos que han devenido en oficialistas crónicos, lectores vulgares del Príncipe y analistas de la correlación de fuerzas, en mesas de arena, de UB vacías de gente y repletas de ambiciones personales y egos desmesurados.
Es probable que el Gobierno gane las elecciones de 2021. El recuerdo del Gobierno de Cambiemos y la torpeza de sus dirigentes – violentos y cerradamente gorilas – quizás produzcan el milagro. Pero ganar elecciones no es todo. Carlos Menem ganó todas las elecciones en las que fue candidato, incluso las de 2003; pero no por eso vamos a decir que su gestión fue buena y sus objetivos loables. El tema es mucho más complejo, afortunadamente.
Si algo había dejado Néstor Kirchner como legado, era la irreverencia. Y la sinceridad a la hora de explicar y describir las limitaciones y carencias. Pero ésta pose misteriosa, de hablar en clave, para reconocer que se está pactando con el enemigo de la Patria y del Pueblo, porque “no hay otro camino”; es de una pobreza argumental pasmosa y de una degradante abyección. Somos muchos los que nos sentimos incómodos en un espacio que se contenta con ponerle a un Proyecto de Ley, un título más largo que la de las Confesiones de San Agustín, para hacer ver que avanza revolucionariamente sobre el patrimonio de los ricos; cuando veremos si tan siquiera puede cobrarse la guita que esperan.
El abandono de ciertas formas y actitudes hace al fondo de la cuestión. Ahora, el Kirchnerismo es el ala izquierda del progresismo, y no la fuerza impulsora de un Movimiento Nacional, agresivo y reformista a un tiempo, pero rupturista en términos culturales y simbólicos; algo esencial en la Política como actividad. Los que nos sumamos a esa aventura fantástica, hartos de los partidos del sistema y sus trenzas, abjuramos del panorama actual. No nos interesan ciertas compañías. Y punto.
El Poder es dinámico. Todo puede cambiar. En el mientras tanto, caminaremos en soledad, y en minoría. No es algo malo ni trágico; es el precio a pagar por mantener coherencia y dignidad, en un mundo que cobra caro esa osadía. Lo que no queremos es tener que votar a Sergio Massa, para evitar que gane Horacio Rodríguez Larreta, solamente porque a la Conducción se le ocurrió ordenarlo así. El Movimiento Nacional no es una milicia, afortunadamente, e irreductible a los dedeos de ningún dirigente, por más preparado, culto y brillante que sea.