Por Bruno Amarillo
Luego de una larga situación de parálisis institucional durante el gobierno de Mauricio Macri, la pandemia mundial, y la gran necesidad de la política-económica argentina de salir adelante, lleva consigo una demanda del propio sistema político centralista, desproporcionado en sus sistemas de representación, requiriendo un liderazgo fuerte para poder ordenar las fuerzas imperantes en el sistema político, económico y comunicacional; por ello, haremos una lectura histórica para poder develar el por qué de la necesidad de un liderazgo fuerte y de gran autoridad desde el sillón presidencial.
La situación política que Argentina vive hoy tiene su explicación en lo más profundo de sus orígenes; el sistema presidencialista y sus críticas a lo largo del tiempo, por diferentes autores de la materia, nos pueden dar una aproximación para entender la realidad de nuestro sistema político, empezando por su cabeza, el presidente.
El problema que se nos plantea hoy es el ejercicio y la ejecución del poder Presidencial y sus permanente avances y retrocesos sobre sus decisiones, la incapacidad articuladora con la comunicación y su falta de determinación, de gestión del Estado, faltas de vías de comunicación y una comprensión reduccionista del poder; un discurso federal que poco tiene que ver con el federalismo y la situación asimétrica actual, y su simpatía por un eje radical, en vez de la recomposición de uno peronista para el sustento territorial del poder presidencial.
Repasando un poquito nuestra historia, podemos saber que Alberdi fue el arquitecto de esa construcción; él venía persiguiendo la idea de organizar la entonces Confederación, con un proyecto que tenía como eje vertebrador de su arquitectura institucional, a la Presidencia, una figura jurídica y política unipersonal, que debía hegemonizar - desde las alturas - todo el sistema de gobierno plasmado en la Constitución. El jefe de estado - un caudillo entre los caudillos - tendría que articular el orden, a partir de su predominio indiscutible sobre el resto de los institutos que lo secundaban, manteniendo la “unidad nacional”, a través de un constante intercambio de intereses y opiniones con los líderes provinciales. Veía - en una palabra - un único e indiscutible eje de poder en el país; la relación, más o menos armónica, entre el Presidente y los Gobernadores.
Como bien lo describe Alberdi en las Bases, se pueden ver los diferentes puntos de vista que el autor expone, sobre el fracaso de intentos de organización previos; y la ausencia, en todos ellos, de realismo y respeto a la historia y a la idiosincrasia del país. Alberdi expuso claramente su ferviente crítica al “ideologismo” unitario de 1826, así como al autoritarismo paternalista del rosismo y sus conmilitones porteñistas. Su propuesta buscaba ser innovadora en todos los planos, pero, al mismo tiempo, esencialmente conservadora, en la medida en que expresaba valores y sentimientos absolutamente imposibles de erradicar de la cultura y la idiosincrasia argentinas. Su presidencialismo era, pues, historicista y realista a un tiempo. Nadie había podido entender, según su punto de vista, la fuerza y la potencia de ciertos comportamientos políticos arraigados y de ciertas instituciones informales; que debían combinarse con el derecho Liberal Moderno de modo virtuoso, y en beneficio del desarrollo y el progreso nacional.
El Congreso debía ser la arena de negociación entre el Presidente y los gobernadores; los bloqueos típicos del sistema de doble legitimidad se superan, en la Argentina, por las tensas pero fluidas relaciones existentes entre el poder central y poderes provinciales. La pervivencia de esta matriz originaria es destacada por diversos autores especializados en el tema. El “Unicato presidencial” es el Alfa y el Omega del sistema presidencial argentino.
La Constitución de 1853, en su parte 2, sorprende al enumerar a cuatro poderes del Estado, en lugar de los tres tradicionalmente consignados por la teoría jurídica deriva del liberalismo político europeo. Al Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, le añade “los Gobiernos Provinciales”. La Argentina es inviable sin la inclusión, en el sistema jurídico formal, del poder real de los caudillos locales. Desde entonces, el Congreso pasó a ser el espacio en el que el Presidente y los gobernadores constituirán, por sucesivos acuerdos financieros y políticos, la gobernabilidad del país. La división de poderes fue funcional al centralismo, a través de un esquema en el que los legisladores - senadores y diputados - pasaban a ser representantes de situaciones locales, ante el Poder Nacional. Las fuerzas que hasta entonces habían impedido la articulación de un sistema estable en el tiempo, se convertían en el único y casi exclusivo sustento.
La reforma de 1994, hija del acuerdo entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín, conocido como el núcleo de coincidencias básicas o Pacto de Olivos, impuso la introducción de la figura del Jefe de Gabinete; instituto pensado para morigerar el papel predominante del Presidente y crear vínculos más formales con el Congreso. No obstante las intenciones, el Régimen salió reforzado de la Convención Constituyente de Santa Fe, dejando intocados los mecanismos formales e informales de negociación entre gobiernos locales y gobierno central.
La crisis de 2001-2002, no obstante, sometió al formato constitucional argentino a una dura prueba, de la que saldría airoso. La salida anticipada del poder del presidente Fernando de la Rúa, obligó a los gobernadores a buscar un sustituto, primero en la persona de Adolfo Rodríguez Saá, y luego de Eduardo Duhalde, caudillos de las provincias de San Luis y Buenos Aires respectivamente. La articulación de un esquema viable de poder, se vio materializada por un nuevo pacto entre el segundo y el cuarto poder del Estado, que restableció el orden perdido y encontró el espacio para superar la crisis económica y política heredada. El Congreso fue, otra vez, el espacio para el intercambio de relaciones políticas entre el Jefe de Estado y los líderes locales, de los que había naturalmente surgido.
Luego de este pequeño repaso histórico, podemos concluir que el poder presidencial no se presta, ni se delega, ni se regala; el poder se ejerce. Para eso hay un Presidente, para ejercer la autoridad por encima de los caudillos locales y mantener la unidad nacional; quizás, la explicación a semejante desatino del ejercicio, hoy, lo podemos encontrar en su procedencia y formación - que no vale aclarar -, o sea, no es ni será un caudillo, ni tampoco cree en el ejercicio del poder del estado; está más que claro que o no había convicciones, o quedaron en la puerta de la Casa Rosada, ya que, por el momento, lo que se visualiza es una visión idealista de una política que pocos de sus votantes interpretan o coinciden.
Es de carácter urgente el ejercicio del poder Presidencial, ya que solo su figura puede mantener el orden del país y originar, en sus filas, los acuerdos para encarar la difícil etapa de reparación que le tocará vivir, en los años venideros, a la Argentina.
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