Por Silvano Pascuzzo. Ha ganado la Derecha Libertaria unas elecciones libres en la Argentina. En consecuencia, tendremos como Jefe del Estado a un sujeto que no cree en lo público, y que odia todo lo colectivo.
Ha ganado la Derecha Libertaria unas elecciones libres en la Argentina. En consecuencia, tendremos como Jefe del Estado a un sujeto que no cree en lo público, y que odia todo lo colectivo. Un tipo sórdido, inestable emocionalmente, ignaro, brutal y con un fanatismo que exagera al extremo de parecer un clown. La Nación que viera florecer una de las sociedades más dinámicas y progresistas de América Latina, está a punto de convertirse en una factoría extractivita, con trabajadores pobres y sin derechos; y con una clase dominante abyecta frente al poder global, pero voraz en sus ansias de construir hegemonía. Nadie puede saber las consecuencias de lo que ha ocurrido y de lo que está por ocurrir; pero es posible – no obstante – hacerse algunas preguntas.
¿Qué motivaciones llevaron a los argentinos a votar una opción a todas luces perjudicial para sus más elementales intereses? La respuesta es compleja y de ningún modo lineal. El deterioro de la situación económica, no debe descartarse como causa, aunque estamos convencidos de que operan también, factores mucho más estructurales. Hay una novedosa modelación del sentido común, que no tiene en lo colectivo su faro. Está debilitada la capacidad del sujeto para poner sus problemas en el contexto amplio de lo social; eso que Charles Wright Mills llamó: La Imaginación Sociológica. Impera como signo de los tiempos, un individualismo miope, que fenómenos como la pandemia de COVID 19 o el uso generalizado de las redes sociales, han venido a profundizar y a extender. Se diluyen las tradicionales estructuras de organización sectorial, y los seres humanos quedan expuestos a las tormentas producidas por el cambio tecnológico y productivo, sin amparo y sin orientación.
Pero al mismo tiempo, la Argentina Industrial edificada por el nacionalismo Económico entre 1930 y 1975, ya no existe. La Dictadura Genocida, el Menemismo, la Crisis de 2001 y el Macrismo, la han reducido a un espejismo, sin anclaje en la realidad. Las PYMES, por ejemplo, no tienen sustentabilidad sin protección externa y sin precios subsidiados. Los trabajadores formales son minoría. Los sectores exportadores, no piensan en términos nacionales, sino globales; porque sus negocios están fuera del país, y éste – a sus ojos – es más un estorbo que una palanca para el desarrollo de sus empresas. La Argentina tiene para ellos, sólo el valor de una plataforma de obtención de recursos físicos y monetarios; no “una Comunidad de destino”.
El Capital opera sobre las particularidades nacionales de un modo decisivo. Como Lenin lo explicara hace más de una centuria, países como el nuestro son empujados a una “inserción asimétrica en los mercados internacionales”, más como unidades de negocio, que como proyectos colectivos. Las debilidades del Estado, la cooptación de los liderazgos y la corrupción generalizada; son parte de una lógica de poder que encuentra en el beneficio y en la renta, su único leiv motiv. La mercantilización de lo público, da a todo éste panorama, un tinte trágico, que impregna de fatalismo los corazones de la mayoría.
Ahora bien: ¿Cómo impacta todo esto en el ciudadano común, en el hombre y la mujer de la calle? Reforzando ante todo dos sentimientos simétricos: odio y frustración. Odio hacia los que cree que son, los responsables directos de sus supuestas o reales desgracias: planeros, zurdos, vagos, populistas o políticos profesionales. Frustración ante lo que desea y no puede conseguir, por lo que otros disfrutan; y por la imposibilidad de compartir sueños y fracasos, con quienes son – siempre – una competencia o una amenaza. Éticamente, el sujeto que despotrica y se queja ante una realidad que desconoce en sus estructuras básicas, es portador de ruines emociones. Ya lo hemos visto en el siglo XX: una masa brutalizada, conducida por lumpenes y borders, detrás de un liderazgo despótico.
La Argentina camina hoy al borde del abismo. De hecho, lo está haciendo desde hace mucho tiempo. ¿Puede ser peor? Sí, claro; mucho peor. El límite a la degradación humana es flexible, mutable, elástico. La pobreza puede seguir aumentando y consolidarse como dato permanente de nuestra estadística social. La violencia es de esperar que se generalice en bajas dosis, haciéndose crónica; mientras el desempleo puede que reine sobre una población domesticada, abyecta, sin orgullo e identidad. Lo malo, es posible, que no tenga fin; que se convierta en el paisaje normal de una Nación que pudo ser distinta, pero que no supo o no quiso serlo.
El Mal, en la forma descarnada de un Moloc insensible y egoísta, ya está entre nosotros. Uno de esos miserables que controlan el mercado financiero a escala planetaria, dijo hace poco: “La Lucha de clases existe, y la estamos ganando”. Sin reconstrucción de un Nosotros que refuerce los lazos vinculares entre las personas, el mundo puede convertirse a corto plazo en un lugar insoportable. Así lo temieron hombres del calibre de Sócrates, Marco Aurelio, Kant, Spinoza, Marx y Sartre, entre otros. ¿Podemos hacer algo para evitarlo? Sin dudas: primero, formularnos preguntas sobre las causas profundas de nuestra derrota; y segundo, ponernos en marcha, unidos, en post de revertirla.