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Un Libro, un autor y un par de axiomas

Por Silvano Pascuzzo


Sobre Pobreza, Desigualdad y Abundancia en el Mundo Actual

Hace muchos años, un amigo tuvo la feliz ocurrencia de regalarme un libro. Durante décadas, éste ha reposado, fielmente, en los estantes, ahora mucho más nutridos, de mi biblioteca personal. Sus páginas, no han dejado nunca de ser repasadas una y otra vez, haciendo que me topara en ellas con nuevos problemas y renovadas inquietudes. Amarillentas, han envejecido conmigo. Pero su contenido, me sigue sorprendiendo y apasionando, como el primer día.


La Era de la Incertidumbre, fue el resultado del azar, en la vida – fructífera y fecunda – de su autor. John Kenneth Galbraith (1908-2006), el brillante economista norteamericano de ideas heterodoxas y talentos inconmensurables, lo publicó en 1977, en base a los guiones de un programa de televisión, emitido por la BBC de Londres, cuatro años antes. Rápidamente, se convirtió en un suceso editorial de enorme magnitud, obligando a sucesivas reimpresiones.


El tema de la obra es la Historia del Sistema Capitalista, y de las ideas filosóficas que han constituido, desde el siglo XVIII, su justificación doctrinal. Porque no hay que engañarse al respecto, las ideologías son muy importantes en la modelación de la realidad; tanto como el interés. Y por supuesto, siguiendo en ello a su maestro y mentor, John Maynard Keynes (1883-1946), el profesor Galbraith se atrevió a afirmar, que “el mundo está regido por muy pocas cosas más”.


Durante más de dos siglos, los defensores de la Libertad de Comercio y de la Propiedad Privada, han justificado la validez de sus creencias a partir de la construcción de una variada serie de axiomas lógico deductivos, cuyas premisas muy pocos se han animado a revisar con profundidad y método. Más allá del Poder y de sus determinaciones objetivas, están las subjetividades que lo sostienen y lo vuelven tolerable. Derrumbarlas es parte esencial de la lucha contra la opresión y la perezosa aceptación de un orden injusto.


Galbraith explica en su libro, magistralmente, cómo esa arquitectura conceptual fue erigida como una “verdad revelada”, a pesar de las evidencias que daban a entender, su inaplicabilidad y su inconveniencia en términos del bienestar colectivo. Como profetas de la Ley Natural, infalibles e inexorables, los padres fundadores de la tradición clásica atisbaron un Mundo de desigualdad y desesperanza, en el que la pobreza y la exclusión eran, y serían siempre, la

norma.


Esa santificación de la injusticia social, del desamparo de los perdedores y de la exaltación de los triunfadores; tuvo, por supuesto, sus grandes enemigos –desde Karl Marx (1818-1883) hasta Vladimir Lenin (1870-1924) – pero lo cierto es que ha conseguido permanecer incólume, resurgiendo con notable energía, a mediados de los años ‘70 del siglo pasado. La tarea del presente, tal vez consista, acaso, en demoler aquella fortaleza, abriendo así nuevos rumbos a nuestras mentes, anestesiadas por una rutinaria repetición de falsas verdades y eslóganes,

carentes ya de contenido y credibilidad fáctica.


Uno de ellos sostiene que “los pobres son culpables de su propio destino”. Basados en afirmaciones del presbítero Thomas Robert Malthus (1766-1834) y del especulador de Bolsa, David Ricardo (1772-1823), muchos repiten hoy esa frase, desde los programas televisivos y las tribunas políticas, sin saber que sus creadores – dos hombres reaccionarios en lo ideológico pero talentosos en lo intelectual – le dieron vida en un mundo absolutamente diferente al actual. Un mundo caracterizado por la escasez.


En el siglo XVIII, la producción de bienes y servicios iba muy por detrás de las necesidades de una Humanidad transida de dolor y duramente golpeada, por el hambre, la miseria y la exclusión de millones de famélicos individuos; víctimas de un sistema implacable, pero efectivamente incapacitado, para llenar los deseos y las expectativas de todos. Con baja productividad y aleatoria rentabilidad, la producción era insuficiente en relación con la demanda. La Pobreza, aunque moralmente repudiable, tenía, a fin de cuentas, una razón de ser y una

justificación empírica.


Pero en este siglo, nada de aquellas condiciones ha quedado en pie. Hoy, la abundancia de bienes y servicios es un dato ineludible. La demanda corre por detrás a la innovación y al desarrollo de la tecnología, y las fronteras de lo posible en materia de consumo, fugan ante nosotros hacia adelante, con inusitada rapidez. Las cosas nos rodean por doquier, esperando ser adquiridas y usadas. Si algunos no pueden gozar de ese “derecho”, no es debido a la escasez, sino a la brutal concentración de los recursos en muy pocas manos. Ya no se trata de

aumentar la producción, sino de mejorar la distribución. Malthus, Smith y Ricardo han quedado obsoletos.


La pobreza no tiene pues, hoy, causas económicas. Su razón de ser es eminentemente social y política, incluso cultural. Nunca fue tan posible como ahora conseguir su total erradicación. Si persiste en algunos países y lugares, es porque quienes la rechazamos, no hemos sido capaces de desarrollar estrategias viables y exitosas en su contra. Y la primera de ellas, debería ser terminar con la idea de su inexorabilidad. Algo elemental pero que, por pereza o cobardía,

solemos ignorar.


El Liberalismo Económico – y también el Político – descansan, como muchas veces hemos afirmado aquí, sobre una escatología metafísica, que se presenta como científica. Y nada podrá cambiar esa característica, porque constituye parte de su esencia, de su razón de ser epistemológica y doctrinal. Es la ideología de una Sociedad de Notables, basada en el predominio de una élite de ricos empresarios y administradores del Capital; guiados por el egoísmo y la ambición desmedida, más que por el Saber y la Justicia. En el fondo, estamos

ante un problema ético, moral y de principios. Un problema ideológico.


Voy a cerrar la presente nota, citando otra vez a John K Galbraith, al objeto de que estas breves reflexiones, sirvan para poner en tela de juicio las propias convicciones. Dice el economista de Harvard en un pasaje de la Era de la Incertidumbre: “También conviene no cerrar los ojos a la idea del interés creado. La gente tiende siempre a defender lo que tiene y a justificar lo que quiere tener. Y su tendencia es considerar justas las ideas que sirven a tal objeto. Las ideas pueden ser superiores al interés creado, pero a menudo, son también el fruto bastardo de ese interés”.


Fijemos pues el nuestro, y aprendamos a defenderlo. Es hora de hacernos cargo, como dijera Adam Smith (1723-1790), de nuestro propio destino.

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