Por Silvano Pascuzzo.
Asumir que un ciclo se termina, es difícil y traumático para toda sociedad. Argentina está hoy, transitando la fase final de un modelo de desarrollo incipiente – nunca realmente concretado en la realidad viva de los hechos – que los economistas han llamado de “sustitución de importaciones”, y los historiadores, sociólogos y comunicadores, han identificado con la figura de Juan Domingo Perón y con la vigencia de su impronta, por casi medio siglo. Una etapa que coincidió, con las tendencias expansivas del Capitalismo de postguerra y con la construcción de eso que dio en llamarse: el Estado de Bienestar. Los argentinos, en pocas palabras, estamos asistiendo al fin de una Utopía Maravillosa, forjada al calor de luchas heroicas y conflictos civiles tremendamente sangrientos: aquella que conjugaba de un modo virtuoso Desarrollo, con Justicia Social.
La Dictadura Cívico Militar Genocida y los gobiernos democráticos que la siguieron, hasta la crisis de 2001 y 2002; abrieron una etapa distinta, signada por el intento serio y en parte exitoso, de reconfigurar la estructura económica y social del país, en una dirección contraria a la pensada por el Peronismo. Ante los cambios globales surgidos en Occidente y Oriente en la década del 70, las élites latinoamericanas – y consecuentemente también las argentinas – se propusieron restaurar su hegemonía en alianza estratégica con los países desarrollados, y en concreto, con sus grupos económicos más importantes y con el sistema financiero. La desindustrialización, el desempleo estructural y la pobreza, junto a una clase política cooptada por los intereses más regresivos y reaccionarios, debilitaron la fuerza del Estado para actuar como árbitro de la puja distributiva entre Capital y Trabajo, liquidando en la práctica – aunque no tanto en lo jurídico – la estructura social surgida de las jornadas seminales de 1945.
La sobrevivencia de cuadros políticos y sindicales combativos, y la perduración en el imaginario social, de los logros y conquistas obtenidos en el siglo XX, por los trabajadores y sus organizaciones; permitió retrasar – pero no derrotar – la emergencia de un Poder nuevo, vertebrado en torno a un conjunto de axiomas y principios ideológicos, que vulgarmente llamamos: Neoliberalismo. Medios de Comunicación Concentrados, Bancos, Empresas Transnacionales, Grupos Agro Exportadores y e Industriales asociados con ellos y una porción no despreciable de las clases medias y trabajadora, conformaron una alianza social y política, que fue dando forma a un conglomerado de intereses muy distintos a los que expresara la coalición liderada por el Peronismo, desde 1943 hasta 1983.
El país fue perdiendo pujanza, empuje, dinamismo y retrocediendo en todos y cada uno de los aspectos, asimilándose cada vez más, a sus vecinos latinoamericanos; evidenciando con ello una crisis económica con correlatos éticos, políticos, sociales y culturales; que fue poco a poco dando forma a éste conglomerado inerme de individualidades que hoy somos los argentinos. De Pueblo hemos pasado a ser “la gente”, una turbamulta inorgánica y quebrada en sus convicciones más profundas, por un individualismo corrosivo y una pauperización acelerada de nuestra sociabilidad. Nada ni nadie, han podido frenar el deterioro de los mecanismos de cohesión y de lucha, que otrora, nos colocaran en el corazón de los grandes procesos transformadores de la Modernidad.
Los años transcurridos entre 2003 y 2015, aunque en apariencia épicos para quienes los hemos vivido, no han sido más que el último – y fracasado intento – de reconstruir la Argentina Peronista. Ninguno de los resortes de Poder de los grupos dominantes pudo ser derribado y ninguna de sus aspiraciones, definitivamente obturada. Hubo es cierto, avances en ciertos aspectos relevantes, pero en la escena global de la lucha por el control y diseño del Estado y la Nación como Proyecto Histórico Trascendente, los resultados no fueron los esperados. El Kirchnerismo no pudo terminar con la exclusión de millones de argentinos y argentinas, que han nacido en hogares que conocen el trabajo formal y la vigencia plena de derechos adquiridos como parte de su vida cotidiana; no alcanzó a consolidar un modelo de desarrollo eficiente y duradero, que creara riqueza y promoviera el desarrollo de actividades industriales y tecnológicas; y sobre todo, no consiguió derrotar y desarticular la “coalición conservadora”, que por el contrario, se hizo con el Gobierno, en diciembre de 2015, de la mano de Cambiemos y Mauricio Macri.
En medio de una pandemia global y de una herencia muy pesada, dejada por casi un lustro de Neoliberalismo explícito y saqueo organizado, el Gobierno de Alberto Fernández – un gobierno claramente social demócrata y liberal progresista – intenta avanzar en aguas borrascosas, con una agenda poco clara y una cosmovisión entre naif e ingenua de la lucha política. El Frente de Todos – del que el Kirchnerismo forma parte como socio mayoritario en lo electoral, pero como primo pobre en la toma de decisiones – dice aspirar a construir un país más justo, menos desigual – algo que no negamos pueda ser cierto – pero en más de un año de permanencia en el gobierno, lo que se visualiza es un rumbo errático, una gestión poco eficiente y una desmesurada apología del Consenso, que pareciera “querer apaciguar al enemigo”, con una colección de buenos modales, apelaciones a la unidad y la paz, y una falta de determinación pocas veces vista antes en el Peronismo.
Acaso el retiro de escena de los sobrevivientes de la catástrofe de los años 70, de la Juventud Maravillosa, que biológicamente cumple su ciclo político y de vida; constituya el estertor final del Peronismo como Movimiento De Masas, y como expresión de Poder Popular Organizado. Solo sobreviven los sellos, las banderas raídas y los discursos vacíos de contenido y plagados de apelaciones folclóricas a un ideario que no encuentra en la realidad, actores colectivos que puedan expresarlo y convertirlo en conquistas efectivas y viables. El futuro – lleno de acechanzas y peligros – nos encuentra inermes, carentes de una herramienta política y social de liberación, convencidos de que ésta partidocracia débil y corrompida, es la única apta para representar nuestras ansias de Justicia y nuestras frustraciones y sueños rotos.
Algo sin embargo puede afirmarse con cierto viso de certidumbre, en medio de las inestabilidades e indefiniciones de éstos tiempos cataclismos: si la Argentina desea salvarse como Proyecto Nacional Trascendente, como Comunidad y como identidad peculiar en el Mundo Globalizado del siglo XXI; necesita urgente reconstruir sus valores épicos y su conciencia libertaria, a través de una representación política nueva y un ideario renovado; que rescate lo mejor del Pasado, para hacer posible ese sueño inconcluso, de una Patria Grande y un Pueblo Feliz.
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