Por Daniel Barbagelatta
Las explicaciones sobre los orígenes del fenómeno inflacionario y sobre los mecanismos propuestos para atacarlo configuran un ámbito particularmente propicio para el contrabando de sentido.
Estas notas tienen un modesto objetivo desmitificador: poner, en el plano de la contingencia política, aquello que se busca instaurar como lo necesario de un orden natural; y exhibir los procesos por los cuales, uno de los tantos marcos teóricos posibles, es ungido como la explicación obvia.
Para esquematizar burdamente la selva teórica sobre la materia, voy a afirmar que existen dos grandes formas de entender el aumento generalizado y mantenido de precios: la monetarista y la estructuralista.
La primera de estas concepciones abreva en ideas forjadas en los prolegómenos del capitalismo industrial, como la Teoría Cuantitativa del dinero de David Hume. En el más básico de los niveles, discurre de este modo: si hay más dinero que cosas que se pueden comprar con él, los precios de esas cosas aumentan.
Así de fácil. Y así es, según este libreto, en Noruega, en Pakistán y en Argentina, independientemente de sus estructuras económicas, sus formaciones sociales, el modo de inserción en el mercado mundial, etc. Una explicación para todos; y basada en algunos presupuestos ni tan explícitos ni tan sólidos.
Uno de ellos se vincula a un funcionamiento de la economía no solo mecánico, sino que también supone un sistema excesiva e irrealmente simple: con el dinero se consume, y se consume ya; es decir, no existe el ahorro.
Se puede afirmar también que esconde premisas poco menos que esotéricas: una Conciencia Absoluta y Omnisciente llevaría el arqueo del dinero circulante y, espantada por una cantidad, a sus ojos, excesiva, castigaría a los agentes económicos con aumentos de precios.
El concepto mismo de "agente económico" es otro de los troyanos del liberalismo: ese átomo neutro y sin cualidades, descontextualizado y deshistorizado, abarca a las personas (las fuertes y las débiles, las ricas y las pobres), las familias (la que habita una casilla de chapa y la de Barrancas de Belgrano) y las empresas (la fiambrería de la esquina y Techint).
Como en toda teoría, lo que se contrabandeó en los presupuestos, aparece en las conclusiones. En esa constelación atómica de iguales racionales que poseen todos el mismo poder de mercado e información, es todo matemático; hay muchos billetes, pues bien, entonces las cosas serán más caras.
Dicho de otro modo, la inflación es siempre inflación de demanda y un fenómeno monetario. Para esta iglesia, los costos de producción originados en una determinada estructura económica son la consecuencia y no la causa de los aumentos de precios.
Claro, porque el traje tiene que quedarle a todos, como la prescripción de un médico que no necesita ver al paciente o las "sugerencias" de un organismo multilateral de crédito que no necesita tener en cuenta la morfología socioeconómica de su víctima.
En la otra vereda (o esquina del ring), la heterodoxia estructuralista. Las competitividades disímiles de una estructura productiva, la forma en que una jurisdicción económica se inserta en el mercado mundial, sus dolencias crónicas, por ejemplo, en la balanza de pagos, todo esto determinado histórica y políticamente, son la complexión fisiológica que marcarán y limitarán el rendimiento de un cuerpo.
Una de las manifestaciones de ese "físico" son las recurrentes fiebres inflacionarias. Si auscultamos al pirético paciente argentino, salta a la vista lo que el doctor Marcelo Diamand llamó en 1972 "estructura productiva desequilibrada": a un sector con alta productividad (agro), le viene bien un determinado tipo de cambio; a otro sector con menor productividad (debido a débiles procesos de acumulación de capital, debilidad causada en gran parte por la situación de dependencia política y económica - industria), ese tipo de cambio lo arruina.
El que genera empleo es el segundo sector, pero no está en condiciones de competir en el mercado mundial y, a su vez, requiere para su expansión un importante flujo de divisas. El primer sector es el que, por su competitividad (natural, no debido a méritos de los poseedores del capital) genera las divisas que aquel necesita. Pero, por otra parte, su bien exportable es nada menos que lo que los seres humanos requerimos para nuestra reproducción, en tanto entes biológicos: comida. Para generar las divisas necesarias, podemos vender toda la comida y alimentarnos de plancton. Bueno, no, eso no es posible. Entonces, hay un problema.
Un tipo de cambio lo suficientemente elevado, si no se compensa con mecanismos que garanticen el aprovisionamiento a precios razonables del mercado local, generará precios de alimentos elevados que, más allá de aumentar la indigencia, genera una disyuntiva: si los asalariados mantienen constante su remuneración nominal, tendrán menos poder adquisitivo y perderá dinamismo el mercado interno que se requiere para que la industria genere las economías de escala que, a largo plazo permitan, quizá, insertarse con dignidad en el mercado mundial.
Si el salario nominal aumenta en la proporción del aumento de los alimentos, los trabajadores no perderán poder adquisitivo, pero el costo de mano de obra de la, de por sí, poco competitiva industria se elevará sin una contraprestación de aumento de la Demanda Agregada (doméstica o externa).
En este berenjenal de competitividades y estructuras productivas, la cantidad de billetes que ande por la calle tiene bastante poco que ver. Si buscamos en la historia económica reciente una falsación empírica para tomar examen a estas dos escuelas, no hace falta ir lejos. La gestión económica del gobierno de Cambiemos se basó en políticas monetarias y fiscales restrictivas (tasas de interés delirantemente altas, recortes presupuestarios, etc.) con el objetivo de reducir el dinero circulante. El resultado: niveles de inflación de, por lo menos, el doble de los registrados durante una administración monetaria relativamente expansiva.
Paralelamente, en el mismo período se registraron varios shocks devaluatorios, ocasionados por el agravamiento de las asimetrías estructurales debido, a su vez, a medidas que liberalizaban los mercados de capitales y de bienes. Son estos sacudones los que se corresponden, lógica y cronológicamente, con los saltos inflacionarios.
Construir una etiología de la inflación desde argumentos monetarios y fiscales, reincidir en el percudido cliché de "darle a la maquinita", seguir sosteniendo que el tamaño y presencia excesivos del sector público en la economía agobian a los "agentes económicos" y, criminalizar los impuestos (legitimando implícita o explícitamente la evasión) son una de las baterías de tráfico ideológico más peligrosas del discurso público contemporáneo.
Refutemos desde la teoría, refutemos desde la empiria estadística, refutemos a los gritos si es necesario, pero no ahorremos esfuerzos en correr el velo mistificador que oculta y distorsiona las causas de los fenómenos políticos y económicos; la hora lo demanda.