Por Silvano Pascuzzo
Ya es costumbre, en los ámbitos intelectuales del “progresismo”, hablar de una crisis sistémica de la Modernidad. El auge de los pensadores franceses de mediados del siglo XX, tales como Michel Foucault (1926-1984) y François Lyotard (1924-1998); se ha convertido hace mucho en una especie de “sabiduría convencional”, en los términos definidos por John Kenneth Galbraith (1908-2006), en su maravilloso libro: La Sociedad Opulenta. Todos los críticos de las ideas de Razón y Progreso, hablan desde posiciones que genéricamente pueden inscribirse en esa corriente que llamamos: la “postmodernidad”; que es, en esencia, la última expresión del anti marxismo orgánico.
Nosotros vamos a permitirnos, una mirada sobre el presente un poco menos “vanguardista”, bastante alejada del pensamiento de los filósofos franceses; comenzando, por supuesto, con la negativa a considerar el proyecto moderno como agotado, perimido y superado por la ola indetenible de la “muerte de todos los valores”, anunciada por el intelectual de cabecera de Adolf Hitler, en medio de los desvaríos finales, de su trágica y fatal existencia. Porque – a pesar de los deseos frustrados de Friedrich Nietzsche (1844-1900), el ídolo reaccionario de los estructuralistas parisinos – la Libertad, la Igualdad y la Justicia han seguido, hasta hoy, rigiendo, para bien o para mal, el discurso público sobre el Mundo y la realidad que lo define y modela.
Nadie como Karl Marx(1818-1883), vio llegar la etapa del Capitalismo que los historiadores han denominado “burocrática financiera”, y Vladimir Ilich Ulianov (1870-1924), más conocido como Lenin; llamara “El Imperialismo”. La acumulación y la concentración del Capital, en pocas y privilegiadas manos, era para el pensador alemán radicado en Londres, una característica inherente al sistema de relaciones económicas y jurídicas asociado a la propiedad privada de los medios de producción. El Capitalismo generaba – de acuerdo a lo brillantemente escrito en los capítulos XXIII y XXIV de Das Kapital – desigualdad, angustia y, consecuentemente, opresión; a pesar de venir acompañado por los efluvios místicos de un Liberalismo que pregonaba la defensa de la dignidad humana, mientras servía de marco para su destrucción.
La obra de Karl Marx, está siendo hoy revisada y reactualizada, por gran cantidad de pensadores, por primera vez, desde 1989 – fecha emblemática por la caída del Muro de Berlín y el comienzo del fin de la interpretación soviética del Socialismo –, cuando los problemas producidos por la Economía de Mercado son cada vez más graves y difíciles de superar. El auge financiero, la inestabilidad del empleo y la inversión, la presión a la baja sobre los salarios reales de los trabajadores, el ataque a las pensiones y la seguridad social y, sobre todo, la especulación, como principal causa de las Crisis Globales; todo eso fue anunciado por el “Titán de Tréveris”, entre 1849 y 1883, el año de su muerte.
Y no decimos esto porque seamos estrictamente hablando “marxistas”, algo que, por otra parte, resulta hoy absurdo; sino porque sabemos que eso que llamamos el Capitalismo, difícilmente desaparezca por completo, pues es el producto de la propia acción del ser humano, y en consecuencia: su obra. Pero sí estamos convencidos, que sin cambios estructurales en su matriz de funcionamiento y sin modificaciones de fondo en la maquinaria ideológica que lo sostiene; la Humanidad afrontará, en los próximos decenios, enormes y difíciles desafíos, que pueden ser fatales para su bienestar y desarrollo.
Las derechas han advertido éste giro mejor que las izquierdas, que continúan vagando por los arrabales de una insípida socialdemocracia; quizás, por un complejo de culpa o, sencillamente, por cobardía. Han puesto otra vez sobre el tapete la discusión sobre el “Socialismo” como un asunto clave, y se han movilizado anatemizando a todos los que los que la cuestionan, como “comunistas” o “populistas”, en un léxico de raigambre totalitaria, que deja perplejo a los pocos liberales honestos que quedan, luego del cataclismo que significara para su cosmovisión, la emergencia del Estado del Bienestar, la movilización política de las masas y el auge, en los ‘80 y los ‘90 del siglo pasado, de eso que genéricamente llamamos el Neoliberalismo.
Las causas populares son hoy, causas sociales, más que políticas. Lo colectivo, lo comunitario, está nuevamente oponiéndose a ese individualismo egoísta, que está en la base de muchos de los fracasos del mundo contemporáneo. La desesperación de los grupos concentrados y de los medios de comunicación, por cooptar y coordinar en su favor los reclamos y las luchas de las mayorías, dividiendo, confundiendo y operando en pos de su derrota estratégica; ponen, en primer plano, la debilidad intrínseca de un sistema de dominación que cruje y se resquebraja mientras, por otro lado, continúa generando exclusión y desigualdad.
Por otro lado, hay que decir que los caminos seguidos por el Socialismo en el marco de la Democracia Liberal, han sido por lo menos cuestionables, pese a sus aparentes éxitos en los años dorados de la postguerra. Tal y como anunciara Marx en Crítica al Programa de Gotha, terminaron siendo la izquierda de los proyectos liberal burgueses, además de una cantera de líderes mediocres, tímidos hasta la abyección y enormemente ambiguos, que abjuraron de sus orígenes sin pudor y constituyeron una herramienta irremplazable para justificar y legitimar los modelos neoconservadores que desmontaron las sociedades del bienestar, a fines del último siglo.
Y tampoco fueron errados los argumentos del filósofo alemán, cuando predijo la globalización de los recursos monetarios y crediticios, por exceso de capital en los países centrales; y el uso de la “deuda” como instrumento de la consolidación de la “división internacional del trabajo”. Hoy, queda claro que uno de los impedimentos principales para la construcción de la “Igualdad” es, precisamente, el yugo financiero que pesa sobre los pueblos, y sus efectos a escala planetaria se manifiestan en recurrentes y cada vez más agudas “crisis”, que sumen a los mercados en la recesión, y a los trabajadores en el desempleo y el subempleo.
Finalmente, no hará falta recordar la vigencia de la contradicción irresoluble e irreconciliable, entre Capital y Trabajo, dentro de los límites del sistema capitalista. Es claro, cómo nunca antes, que la concentración de la riqueza es el producto de un “despojo”, perpetrado por una minoría de especuladores y rentistas, en contra de los hombres y mujeres del Pueblo, cuya única herramienta para ganarse la vida es su “fuerza laboral” ofrecida en el mercado. Más allá de los niveles de vida relativos – que han mejorado en todo el Mundo, sobre todo por la intervención del Estado y la existencia de políticas sociales –, la variable de ajuste para la mejora de la renta empresaria sigue siendo todavía el “salario”, casi en los mismos términos en los que Marx los describiera, partiendo de David Ricardo (1772-1823).
No debiéramos, en conclusión, pensar en la actualidad absoluta e irrevocable de obras escritas hace ya 150 años; ni seguir hablando de auroras epocales y grandes revoluciones; pero sí señalar con énfasis, como lo hicieran los socialistas del siglo XIX – entre ellos Marx –, la contradicción existente entre el discurso que sostiene el orden establecido y sus pobres resultados prácticos. Sigue siendo útil pensar las contradicciones entre grupos y facciones; entre capital y trabajo, como luchas por el “poder”, entendiendo por tal la capacidad para ordenar y dirigir el Mundo. Y sobre todo, esa fuerza crítica que supo despertar a los excluidos de su resignación y su desaliento, poniéndolos de pie en un acto de rebeldía, soñando mientras marchaban unidos, con un futuro de Justicia e Igualdad.
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