Por Jorge Osvaldo Furman
Nota editada por nuestro Director, Silvano Pascuzzo, en base a borradores y apuntes de clase, propiedad del Doctor Osvaldo Furman, hasta ahora inéditos.
La reconstrucción del Imperio Español, ideada e intentada por los Borbones, culmina en 1776 con una simple decisión administrativa: una Real Orden creando el Virreinato del Río de la Plata, con capital en el Puerto de Buenos Aires. Carlos III, y sus antecesores, trasladan al Nuevo Continente un modo de pensar y concebir el Mundo, asociado a las ideas importadas de Francia, cuna de su familia. El precepto “regalista” que decía: “El Estado soy Yo”, adjudicado vulgarmente a Luis XIV, inspiraba los objetivos de un Monarca dispuesto a gobernar con mano firme; y la continuación de la política “metalista” de acumulación de oro y plata en la Hacienda Pública, demostraba las filiaciones y los parentescos heredados.
Pero en materia comercial y financiera, los Borbones llegaron a Madrid, ya desde 1715, con la visión de implementar retoques y cambios al modelo de relacionamiento de la Metrópoli con las Indias; en particular, en lo tocante a exportaciones e importaciones. Bajo la inspiración de los Ministros franceses Sully y Colbert, la Administración Real se propuso, como objetivo, utilizar a América como una palanca para la modernización y desarrollo de las manufacturas y la industria artesanal, muy débiles en la Península. El superávit de la balanza comercial – la gran meta del Mercantilismo en el siglo XVIII – debía procurarse por el afianzamiento de una relación de intercambio desigual – o división del trabajo – que permitiera extraer metales preciosos de las colonias, al menor costo posible; vendiendo caro y comprando barato.
Iba, como consecuencia de ello, a surgir en el Imperio una economía de base agraria y extractiva, vinculada a través de los puertos con Europa – no sólo con España – mediante la comercialización de materias primas por manufacturas; una matriz que se prolongaría más allá de ésta etapa, y que caracterizaría todo el siglo XIX y parte del XX, en el Caribe y la América del Sud; solamente cambiando de amo.
Los planes de la Corte eran pues claros: centralizar aún más los lazos entre España y sus dominios, a los efectos de obtener los recursos y los mercados necesarios para la modernización del Reino, en un sentido acorde con los tiempos nuevos. La autoridad del Monarca era en todo esto un elemento decisivo, ya que el Despotismo era visualizado como la herramienta más útil y eficiente de dicha transformación.
Pero los efectos en América de todas estas decisiones, no fueron precisamente ni lineales ni claros. Los terratenientes, mineros y hacendados que habían, a lo largo de siglos, construido su dominación sobre masas ingentes de aborígenes, negros esclavos y mestizos; acostumbrados a niveles muy altos de libertad y autonomía durante la etapa de los Habsburgo (siglos XVI Y XVII); debían ahora aceptar sumisamente las órdenes de unos funcionarios mucho más comprometidos y formados, dispuestos a poner en marcha las reformas, con fuerte respaldo metropolitano. Los controles se acentuaron, las requisiciones aumentaron y la vigilancia quedó redoblada; lo que perjudicaba seriamente, a comerciantes y contrabandistas locales y extranjeros, a ellos asociados.
La Reforma Borbónica fue así, en las Colonias, sentida como Despotismo y Tiranía; como una intrusión brutal del poder político en asuntos que, hasta entonces, eran resueltos en cada una de las regiones con total autonomía. Las divisiones administrativas y los cambios favorables en materia de Libertad de Comercio, no alcanzaron para ganarse la adhesión de las élites americanas, siempre díscolas y reacias a aceptar los mandatos oficiales.
Los logros de la política borbónica en América, no fueron sin embargo pequeños: los flujos comerciales aumentaron, la administración se hizo más eficiente, los impuestos fueron recaudados con mayor equilibrio y racionalidad; las comunidades aborígenes recibieron algunos beneficios tangibles en materia de educación pública y sanidad (hay que recordar la erección de escuelas rurales y la introducción de la vacuna contra la viruela), el poder de la Iglesia – y de los Jesuitas – quedó limitado y, fundamentalmente, la modernización de las infraestructuras tuvo un salto considerable en la segunda mitad del XVIII. Si no pudo hacerse más, fue precisamente por los límites de una España que no terminaba de cuajar como Gran Potencia Marítima; y de una Economía que estaba aún atada a formas y estructuras feudales, que oponían fuertes resistencias a los cambios y las reformas liberales.
La Nueva Colonización Española de América por la Casa de Borbón, fue entonces un intento ambicioso, y a la postre estéril; que marcó a fuego a una generación de criollos jóvenes; educados en Universidades americanas y europeas, influidos por los vientos novedosos de la Ilustración y dispuestos a servir como leales servidores públicos en la Reforma y Modernización de sus tierras de origen. Toda la pléyade de héroes y mártires de la Revolución de Independencia, fueron hijos dilectos de éstas estériles ambiciones reformistas de los Ministros de Carlos III; y sus vínculos intelectuales y políticos con la metrópoli y sus administradores locales, fueron siempre muy fuertes; hasta el momento de la ruptura, fatal de los mismos, años después. En una paradojal situación de las que la Historia muestra múltiples ejemplos, los herederos de la reactualización de los lazos coloniales serían, finalmente, los que cortarían esos lazos, en un salto al vacío de enorme trascendencia global.