Por Silvano Pascuzzo. En la primavera de 1916, Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Nikolai Lenin, terminaba en Zürich, Suiza, uno de sus trabajos literarios más relevantes y decisivos: Imperialismo, Etapa Superior del Capitalismo. Todas las revoluciones ocurridas en el Mundo, a partir de 1917, tendrían a éste folleto polémico y elocuente, como inspiración. El Marxismo, le debe, una porción considerable de sus éxitos.
Allí, el calvo y riguroso jefe de los bolcheviques rusos, argumentaba que la alianza entre el “Gran Capitalismo Industrial y el Sistema Financiero, estaba dando forma a un único e integrado Mercado Mundial”; lo que implicaba la hegemonía de clase de grupos privilegiados, sobre millones de seres oprimidos por la violencia y el afán desmedido de lucro. En una palabra: “Un Orden Internacional lleno de contradicciones dialécticas, asentado sobre el desarrollo tecnológico y flujos monetarios en permanente movimiento”.
Al mismo tiempo, visualizaba Lenin: “Los intereses convergentes de los sectores dominantes, tanto del centro capitalista, como de la periferia”. Una unión de todos los burgueses, fundada en intereses comunes; que requería una respuesta también concertada de los trabajadores: el Internacionalismo Proletario. La Revolución Mundial rompería – profetizaba el autor, de una manera un tanto optimista – esos pactos trasnacionales, terminando de una sola vez y para siempre, con el poder universal del Capitalismo.
Y en ese contexto, en apariencia tan lejano y abstracto, Vladimir Ilich ponía como ejemplo a la Argentina, zona rica en productos transables, encastrada a la perfección en el rompecabezas del Imperialismo europeo, específicamente, el británico. La joya más preciada de un caleidoscopio de países neocoloniales, con apariencia de estados autónomos y soberanos; gobernados por élites que veían sus intereses como simétricos y complementarios, a los de sus mandantes extranjeros. Administradoras prolijas, ostentosas y ausentistas, de granjas modelos, tal y cómo las describieran, en la mayoría de sus obras, Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche.
Hoy, con una burguesía corrupta, evasora e impune, la Argentina lucha por desarrollarse, atenazada por banqueros y burócratas a sueldo del sistema financiero internacional. Una tendencia de largo plazo, identificada a las puertas de su hora undécima, por un genio que, a casi cien años de su muerte, nos interpela con su pluma filosa y su espíritu riguroso y profundo. Motivo para reflexionar, en medio de la desolación de un planeta dominado por la apatía, el egoísmo y la carencia absoluta de causas trascendentes; en un Estado Nación dependiente y arrasado por la avaricia de unos pocos, en perjuicio de las grandes mayorías, hoy inermes y desorganizadas.
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