Por Lucas Cachan
El pensamiento político de la filosofía aristotélica influyó fuertemente a lo largo de toda la historia. Más allá de que su obra ha tenido diversidad de temas, en “La Política” se destacan asuntos que bien podrían aplicarse, bajo un determinado análisis, a la actualidad política, social y económica. Es así que podemos encontrar distintos ejes analíticos para discutir el papel de los ciudadanos en la democracia liberal.
Según Aristóteles, la principal evidencia de que el ser humano no nace sólo es que éste necesitó de la creación, por cierto natural, del Estado para vivir en una perfecta asociación. El Estado es el último eslabón natural del hombre, que no podría haberlo alcanzado sin el lenguaje como herramienta elemental de comunicación, y es a partir de allí donde la política es una actividad en búsqueda de un orden estable, para construir una justicia posible y un bienestar colectivo.
Pero, ¿cuál es el fin que se intenta perseguir en la actualidad?. Parecería no haber duda de que los vínculos interpersonales son, una vez más, la respuesta para buscar soluciones y dar con una mejor calidad de vida. Ese sigue siendo el fin, como una necesidad intrínseca del ser humano, debido a que no podemos vivir uno sin el otro. Innegablemente, el primer paso para alcanzar el bien general es alcanzar una educación de conciencia democrática, la cual daría el entendimiento adecuado de las reglas de la democracia.
Ahora bien, aunque podamos acercar posiciones aristotélicas a la actual realidad de la democracia liberal, algunas con mayor facilidad que otras, resulta por lo menos curiosa la similitud entre lo que para Aristóteles representaba la tiranía y el liberalismo, este último reconvertido en nuestros tiempos en neoliberalismo. El neoliberalismo utiliza los mismos recursos que la tiranía, descripta en “La Política”, usaba para fragmentar las asociaciones, que, a pesar de ser un producto natural del hombre, representó siempre una amenaza. En otras palabras, lo que Aristóteles llamo tiranía, bien podría considerarse ahora como neoliberalismo que, aunque carece de cuerpo político, es la fundamentación de la democracia liberal. De esta manera, el rol de la ciudadanía se encuentra maniatado por las premisas liberales.
La activación política, por parte de los sectores más postergados, lo que en la Francia revolucionaria fue el “Tercer Estado”, es a lo que el liberalismo ha temido tanto, desde la fundación de las polis griegas. El liberalismo ha aprovechado las grietas y se ha insertado en ellas para justificar y realzar la idea de individualidad, que lleva insoslayablemente al resquebrajamiento de los vínculos interpersonales, los cuales representan, para el liberalismo, la amenaza causal de potenciales líderes populares. La tiranía temía por lo mismo.
El principal objetivo del neoliberalismo es impedir el fomento del valor y confianza de la ciudadanía, imponiéndoles a éstos obstáculos y entretenimientos que generan la diversificación de sus intereses, que curiosamente son convergentes. El ideario liberal sostiene el objetivo de que los actores sociales pierdan la fuerza para crear vínculos personales que, a la postre, sean capaces de desequilibrar el statu quo en la estructura social. La tiranía tenía el mismo objetivo.
Uno de los hitos más importantes que ha alcanzado el neoliberalismo es imponer una ideología con un fuerte componente de prejuicio hacia las demás corrientes de pensamiento. Sin embargo, sería una profunda subestimación creer que el populismo se encuentra en desventaja a la hora de enfrentar fuerzas más poderosas desde lo político y económico, porque estaríamos olvidando justamente que el núcleo de la fuerza popular se encuentra en la política, en una fluida relación de vínculos, desde donde se crean las oportunidades y las nuevas conciencias. El neoliberalismo acepta esta democracia de “orden desordenado”, que consiste en una representatividad mediante el voto que, a su vez, es su única concesión en el ingenuo intento de controlar lo difícilmente controlable; las masas, sus vínculos y sus emociones.