Por Lautaro Garcia Lucchesi

Ilustración: Eduard Bernstein
La Socialdemocracia ha reingresado a la discusión política argentina de la mano del Presidente Fernández. En numerosas ocasiones, éste se ha autodefinido como un socialdemócrata. Sin embargo, la socialdemocracia nunca ha sido un componente homogéneo; muy por el contrario, siempre ha representado eso que, en la política argentina, se ha definido como la “ancha avenida del medio”.
Por lo tanto, para comprender su significado, sus objetivos, limitaciones y transformaciones, nos remontaremos primero a uno de los socialdemócratas más reconocidos, Eduard Bernstein; y luego observaremos su transformación durante la Guerra Fría.
El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) es el partido político democrático más antiguo del planeta. Fue fundado por Ferdinand Lasalle, en 1863, con el nombre de Asociación General de Trabajadores de Alemania; cambió su nombre por el actual en 1890. Eduard Bernstein era parte de éste cuando decidió introducir un enfoque revisionista de la teoría marxista, durante los debates que se produjeron, a finales del siglo XIX, en el seno del SPD.
Como lo expresara Rosa Luxemburgo, Bernstein fue el primero en contraponer como opuestos, al interior del movimiento obrero, la revolución y la reforma social. El punto de partida de esta formulación estaba en la negación, por parte de Bernstein, de la idea marxista de que el capitalismo iba a colapsar por sus propias contradicciones internas. No negaba cierta forma en la que ese colapso iba a producirse; negaba el colapso en sí mismo. Para él, el capitalismo había demostrado una capacidad de resiliencia y de adaptación, así como una mayor diversificación de la producción; lo cual hacía improbable la decadencia general del capitalismo que profetizaban Marx y Engels.
Esta premisa se sustentaba en tres objeciones a la teoría marxista del modo de producción capitalista: el número de las personas propietarias no disminuye, aumenta; la pequeña industria no decae; y las crisis generales y ruinosas son cada vez menos probables.
Estas capacidades de adaptación y resiliencia, según este revisionista, se manifestaban en la desaparición de las crisis generales capitalistas, desde la crisis de la década de 1870; esto era consecuencia del desarrollo de los mejores medios de comunicación e información, de las organizaciones patronales y, por sobre todo, por el desarrollo del sistema de crédito, que permitía la reasignación de recursos hacia aquellos sectores que requiriesen capitales para inversión, lo cual permitía la ampliación de la capacidad productiva instalada. Secundariamente, esto también se veía en la ampliación de la clase media, que era producto de la diferenciación de las ramas de producción y de la movilización sindical, lo cual permitía el ascenso social de amplios sectores del proletariado, y también venía acompañado de una mejor situación política.
Todos estos avances, según Bernstein, atenuaban las contradicciones entre el capital y el trabajo y permitían la continuidad del sistema capitalista. Pero, como bien lo advirtiera Rosa Luxemburgo, esto lo dirigía a una contradicción fundamental:
O la transformación socialista es, como se decía hasta ahora, consecuencia de las contradicciones internas del capitalismo, que se agravan con el desarrollo del capitalismo y provocan inevitablemente, en algún momento, su colapso (en cuyo caso “los medios de adaptación” son ineficaces y la teoría del colapso es correcta); o los “medios de adaptación” realmente detendrán el colapso del sistema capitalista y por lo tanto le permitirán mantenerse mediante la supresión de sus propias contracciones. En ese caso, el socialismo deja de ser una necesidad histórica. Se convierte en lo que queráis llamarlo, pero ya no es resultado del desarrollo material de la sociedad.
Este dilema conduce a otro. O el revisionismo tiene una posición correcta sobre el curso del desarrollo capitalista y, por tanto, la transformación socialista de la sociedad es sólo una utopía, o el socialismo no es una utopía y la teoría de “los medios de adaptación” es falsa.
Bernstein se va a inclinar, en esta segunda contradicción, por la primera. Considera que esta situación política y económica es el estado normal de la sociedad, y la prosperidad continuará indefinidamente (prosperidad interpretada como los positivistas entienden el progreso); por lo tanto, la tarea de la socialdemocracia no debe ser la conquista del poder político a través de la revolución (que, además, implicaba violencia, algo que él aborrecía), sino el mejoramiento de las condiciones materiales y políticas de la clase obrera al interior del sistema existente. Para esto, propone la construcción del socialismo a través de la extensión gradual del control social y la aplicación gradual del cooperativismo en la producción.
Es decir, en Bernstein, el objetivo ya no es la emancipación del proletariado, sino la reforma social del capitalismo, apuntando a la construcción de un capitalismo democrático, no a la sociedad sin clases. No es de extrañar entonces su admiración por la Sociedad Fabiana inglesa, que fue clave en el surgimiento del Partido Laborista británico, en 1906.
Este cambio de enfoque le valió a Bernstein todo tipo de críticas. Karl Kautsky lo calificó de no ser un socialista, sino un radical, puesto que todas sus críticas no tienen nada de originales, sino que son idénticas a las que el liberalismo económico le oponía a la teoría marxista del capital. Por esto, no generaba ningún tipo de sorpresa que diferentes facciones de los radicales burgueses alemanes lo consideraran parte de ellos.
Rosa Luxemburgo fue más allá, al argumentar que la dicotomía reforma o revolución no es una mera cuestión de formas, sino que se dirige al corazón del socialismo, pues cuestiona si el movimiento obrero debe tener un carácter proletario o pequeño burgués. Bernstein opta por un carácter pequeño burgués y esto lo aleja del movimiento.
Pero, más allá de que las tesis de Bernstein no fueran aceptadas formalmente, en la práctica, el accionar del SPD fue concordante.
Este enfoque va a ser el que dominará las sociedades capitalistas durante eso que se llamó los “años dorados del capitalismo”. El “Estado de bienestar” es más un desprendimiento de las ideas de Bernstein que del marxismo ortodoxo.
Pero este enfoque socialdemócrata reformista cometió un error fundamental: creer que las reformas introducidas eran definitivas. Creían que las reformas eran producto de que los capitalistas habían comprendido el rol fundamental que cumplían los obreros dentro del sistema, y que se habían compadecido del sufrimiento de estos sectores; por eso, habían avanzado en la redistribución de la riqueza, mejoras en las condiciones laborales y en una ampliación de su participación política.
Nada más alejado de la realidad. La causa de estas reformas no fue la bondad de los capitalistas ni una toma de conciencia por parte de ese grupo; la causa fue el terror que inspiraba el comunismo. Éste no implicaba una discusión de las formas que adoptaba el capitalismo; implicaba un desafío sistémico al capitalismo, buscando reemplazarlo por un sistema que abolía la propiedad privada de los medios de producción, lo que implicaba que los dueños del capital perderían sus fortunas. Este era el origen de su terror y explica que optaran por el mal menor, la concesión de reformas, para aplacar las ansias revolucionarias de los obreros.
Pero tras el fracaso de los movimientos revolucionarios de 1968, y el inicio de la Détente, los dirigentes empresariales sintieron que el temor al comunismo ya no era una amenaza real y comenzaron el desmantelamiento del “Estado de bienestar”. Esto marcó el comienzo de la revolución neoconservadora, que sería continuada por el Consenso de Washington. Las políticas de austeridad, el aumento de la desigualdad, la concentración de la riqueza y el desmantelamiento de los sindicatos se volvieron moneda corriente.
Frente a este ataque a las reformas obtenidas, la Socialdemocracia se quedó paralizada. Ya no tenía un plan de lucha, pues rechazaba cualquier medida que implicara la violencia y había desmovilizado a sus bases, y tampoco podía apelar a la construcción de la sociedad sin clases, pues se había deshecho de ella, como ideal, por considerarla una utopía. Su único objetivo eran las reformas, que había obtenido, y ahora perdido. Los socialdemócratas fueron absorbidos por el establishment; de aquí se desprende eso que Tony Blair llamara “nuevo laborismo”: partidarios de la economía de mercado, como el instrumento más eficiente en la asignación de recursos, pugnaban por un Estado “eficiente” y por una sociedad con “justicia social”, entendida esta como la mera igualdad de oportunidades.
En forma de dueto con el neoconservadurismo, ambos se encargarían de la destrucción de lo conseguido en esos “años dorados”, lo que culminaría en la crisis del 2008, en la cual la Socialdemocracia fue un partícipe necesario. De hecho, en muchos países, los propios socialdemócratas serían los encargados de poner en práctica las reformas laborales, previsionales e impositivas que dictaban los poderes económicos, traicionando a su propia base electoral.
Teniendo en cuenta lo anterior como marco teórico de interpretación, se pueden entender muchas de las acciones del presidente. No se puede esperar de él una confrontación con los grupos de poder, pues prioriza el diálogo y el consenso por sobre todas las cosas. No se vendrán grandes reformas o cambios que terminen con el modelo instalado por la última dictadura militar. Apenas algún que otro atisbo de cambio. Sólo esperemos que la Argentina no termine como la España del segundo mandato de Rodríguez Zapatero; o peor, como la Grecia de Tsipras.