Por Lautaro Garcia Lucchesi
El martes 17 de septiembre, la Reserva Federal tuvo que inyectar 53 mil millones de dólares en el mercado de recompra para solventar la falta de liquidez de ese mercado, cuya tasa de interés había pasado de entre el 2 y el 2,5% (tasa similar a la ofrecida por la Reserva Federal) al 10%, por un repentino incremento de la demanda. Este mercado es el que utilizan los bancos y los operadores de bolsa para obtener préstamos en efectivo a corto plazo, como forma de solventar sus vencimientos inminentes. Este aumento de la tasa refleja una falta de dinero en efectivo para afrontar los vencimientos, ergo, no hay suficiente dinero real para que los bancos paguen sus deudas.
Esto es preocupante, porque la crisis del 2008 dió sus primeras señales en este mercado, al igual que lo está haciendo actualmente. Por eso, la pregunta que surge es ¿otra vez tropezamos con la misma piedra?.
La respuesta es que, en realidad, no es un nuevo tropiezo, sino que es la continuidad del tropiezo iniciado con la crisis del 2008. El núcleo causal de esta crisis nunca fue resuelto, sino que lo que se hizo fue inyectar dinero en el sistema financiero para salvar a las principales entidades bancarias, ya que su bancarrota pondría en peligro la integridad financiera de sus socios (y, por ende, a la estabilidad de la economía internacional), y sacrificar a aquellos cuyos niveles de deuda eran insalvables, como Lehman Brothers y la aseguradora AIG.
En el caso europeo, la solución fue peor, porque la decisión de la troika europea de salvar a los principales bancos franceses y alemanes implicó el sacrificio de Chipre y Grecia, que se sumieron en una absoluta depresión económica.
Sin embargo, en ningún caso se avanzó en la imposición de mayores regulaciones y controles sobre este sector y, entonces, debemos preguntarnos ¿por qué? ; ¿por qué se continúa permitiendo que un pequeño reducto de agentes expoliadores de riqueza se aproveche de las economías nacionales y de los trabajadores, poniendo en peligro la estabilidad económica internacional, con el sólo objetivo de obtener un mayor rédito económico personal?. Aquí, la respuesta es mucho más compleja, y está atada a la naturaleza misma del capitalismo financiero global contemporáneo.
En primer lugar, está la falta de un compromiso global para responder a este desafío. Estos fondos especulativos no tienen nacionalidad, su patria es la tasa de retorno de sus inversiones. Las economías nacionales, individualmente, no pueden hacer frente a estos agentes porque, rápidamente, éstos pueden desplazarse a otros países donde los controles que se les impongan sean más laxos y las tasas de interés sean más atractivas; las fronteras nacionales no son un obstáculo que exista en el mundo financiero.
Tampoco debemos ser ingenuos; esta falta de control y regulación está también atada a la voluntad política de aquellos países que se benefician de esta actividad, pues les permite succionar recursos de países menos desarrollados para inflar las arcas públicas. De hecho, luego de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos hizo de esto una política nacional; y, a partir de la década del ‘70, este fue el instrumento primordial para la financiación de su incontrolable déficit de balanza de pagos (todas las transacciones monetarias que se producen entre un país y el resto del mundo).
A su vez, la globalización del capital financiero ha traído consigo una consecuencia inevitable, la globalización de las crisis. Esto implica que, cuando la actividad especulativa se desmadra, los costos no son pagados solamente por estos agentes privados, sino que sus consecuencias deben ser afrontadas por todos los habitantes del planeta. Esto, en cierta manera, es contradictorio a la lógica capitalista, la cual ha hecho del riesgo un valor, porque se supone que toda inversión tiene, inherentemente, el riesgo del fracaso. A esta lógica, el capitalismo financiero le ha encontrado la vuelta: transformar el riesgo individual en riesgo colectivo. ¿Cómo?. Endeudándose tanto que su fracaso implique arrastrar consigo a la economía nacional y/o mundial, obligando a los Estados nacionales a intervenir para salvarlos.
Retomando la pregunta, no podemos responderla sin hacer referencia al corazón del sistema capitalista, que es la acumulación de riqueza. Lo que caracteriza y, a la vez, diferencia al capitalismo financiero del productivo es que, en el primero, el capital se reproduce a sí mismo sin necesidad de agregarle valor y con escaso riesgo, pues sólo se requiere comprar un bono de deuda pública o poner el dinero en un plazo fijo de una entidad bancaria, a una tasa de interés determinada al momento de la operación, para obtener una ganancia.
Sin embargo, estas “inversiones” no implican ningún tipo de beneficio para la economía nacional. Su única utilidad es engrosar transitoriamente las reservas pero, una vez que esa inversión decide retirarse del país, se lleva consigo no sólo el dinero invertido inicialmente, sino también un monto extra en concepto de intereses. Esta succión de dinero desde las arcas públicas hacia el bolsillo de estos agentes privados, implica la pérdida de dinero que podría invertirse, por ejemplo, en políticas de creación de empleo o de fomento a la industria, políticas que realmente contribuyan al desarrollo nacional y a la reducción de la desigualdad, principal flagelo de las sociedades capitalistas contemporáneas.
Ahora bien, la expansión de este tipo de operaciones económicas ha tenido, necesariamente, un condicionante previo: el debilitamiento del aparato estatal. Sólo con un Estado débil, incapaz de determinar la asignación de recursos y de ejercer sus funciones de control y regulación, la especulación financiera es posible. En esto, el neoliberalismo ha cumplido su rol a la perfección.
Por ello, la salida de este ciclo repetitivo de crisis financieras requiere de dos elementos. Primero, romper con el mito del Estado no interventor, construyendo un Estado con capacidades regulatorias robustas y que juegue un rol preponderante en la asignación de recursos y en la revalorización de la actividad productiva. El Estado no debe moverse de acuerdo a la lógica empresarial de maximización de beneficios, sino que su horizonte debe estar puesto en construir una sociedad justa, donde todos los habitantes puedan cumplir sus sueños.
Segundo, necesitamos avanzar en la definición de un conjunto básico estándar de regulaciones y mecanismos de control para el sistema financiero, que se apliquen en todo el mundo, sin excepciones. Es indispensable crear un marco legal internacional que mantenga bajo control la especulación, para poder minimizar los daños que ésta produce sobre las economías nacionales.
Asimismo, también se debería gravar esta actividad pues, siguiendo la lógica capitalista, cuando una persona ofrece un servicio recibe, a cambio, una remuneración. Por lo tanto, no es justo que el Estado tenga que rescatarlos o, en algunos casos, como en la Argentina, estatizar sus deudas y que, a cambio, no reciba ninguna contraprestación que pueda ser utilizada para reparar los daños que han producido a la sociedad como conjunto.
Estas reformas deben, con carácter urgente, llevarse a cabo si queremos salir de los recurrentes ciclos de largas crisis y cortos períodos de bonanza, y lo más rápido que se pueda, antes de que estalle la próxima crisis.
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