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La inflación ¿es un fenómeno inherentemente negativo?

Por Lautaro Garcia Lucchesi

En un artículo anterior de Koinón, habíamos hablado sobre los orígenes de la inflación para las dos grandes corrientes económicas contemporáneas, el monetarismo y el estructuralismo. Hagamos un breve repaso.


Para el monetarismo, la inflación es causada por la impresión de billetes, ya que ésta genera un aumento del dinero circulante y, a mayor cantidad de billetes dando vuelta en la economía, mayor será el precio de los productos. Éste dinero impreso llega a manos de los consumidores, que utilizan este aumento del dinero del que disponen para consumir mayor cantidad de bienes y servicios; como respuesta frente a este aumento de demanda, las empresas deciden elevar sus precios porque creen que no van a perder demasiadas ventas, además de que así pueden mantener el punto de equilibrio entre oferta y demanda.


Para esta escuela, la inflación es siempre inflación de demanda, pues la impresión de dinero implica un gasto mayor de los consumidores y una mayor demanda, que lleva a un aumento generalizado de precios. La estabilidad de precios es la base de la prosperidad según esta corriente, por ello el objeto fundamental de la política macroeconómica debe ser la disciplina monetaria. Milton Friedman, uno de los paladines de esta teoría, consideraba que “la inflación es la única forma de tributación que puede imponerse sin legislación”; por su parte, Ronald Reagan, en uno de sus manifestaciones públicas pseudo actorales, sostuvo que “la inflación es violenta como un atracador, aterradora como un ladrón a mano armada y mortífera como un asesino a sueldo”.


A esta visión hay que introducirle una aclaración respecto de como funciona el aumento de precios, que suele ser, con razón, omitida. La ortodoxia económica parte del principio de que los mercados funcionan en situación de competencia e información perfecta; esto no puede estar más alejado de la realidad. Como expresó John Kenneth Galbraith, para entender los aumentos de precios, debemos diferenciar entre aquellos sectores económicos que se encuentran en una verdadera situación de competencia, con múltiples proveedores, y aquellos que se encuentran en situación de oligopolios. En los primeros, como ningún proveedor puede, individualmente, controlar o influir sobre los precios, éstos subirán automáticamente como respuesta a un aumento de la demanda. Pero en los segundos, como el número de proveedores es relativamente pequeño, éstos cuentan con cierto poder discrecional para fijar los precios. En estos mercados oligopólicos, a medida que se llega a la plena capacidad de producción, se hace posible elevar los precios pues, si todos están operando a la máxima capacidad o cerca de ella, incluso si una empresa decidiese bajar sus precios para apropiarse de una mayor parte del mercado, no estaría en condiciones de abastecerlo por sí sola. Por esto, en este tipo de mercados, el aumento de la demanda debe ser complementado por una decisión específica de la empresa para variar su precio.


En concordancia con lo anterior, presumiendo que exista competencia perfecta en los mercados, resolver la inflación es algo simple y que, como dijera un hijo de empresario otrora presidente, “es la demostración de tu incapacidad para gobernar”. Sólo debemos detener la impresión de billetes y elevar la tasa de interés a un nivel suficiente para absorber los pesos que sobran en la economía. Luego reducimos el gasto público y, como por arte de magia, no más inflación. Esta solución tiene en su haber una larga historia de fracasos y recesiones que no es intención de este artículo abordar.


Por otro lado, tenemos la corriente que antagoniza con el monetarismo, el estructuralismo. Para esta última, la estructura productiva desequilibrada, la forma de inserción en el mercado mundial, las brechas de ahorro y de divisas y otro determinantes históricos y políticos, marcan y limitan el desempeño de una economía.


En economías con estructuras productivas desequilibradas hay dos sectores: uno que presenta una alta productividad y que es el generador de divisas, el agro; y otro sector, que es el que requiere de esas divisas y que es el principal generador de empleo, pero que no es competitivo a nivel internacional, la industria. Ambos requieren de tipos de cambio diferentes, pues el que beneficia a uno, arruina al otro.


Si se privilegia al sector generador de divisas, otorgándole el tipo de cambio elevado que requiere, pero no se genera ningún mecanismo que evite que el precio de los alimentos en el mercado local se equiparen con los precios internacionales, y se mantienen constantes los salarios nominales, el poder adquisitivo de los salarios caerá; esto reducirá la demanda en el mercado interno, que es el mercado en el que se apoya la poco competitiva industria.


Si el salario nominal aumenta en la proporción del aumento de los alimentos, los trabajadores no perderán poder adquisitivo, pero el costo de mano de obra de la, de por sí, poco competitiva industria se elevará sin una contraprestación de aumento de la Demanda Agregada (doméstica o externa).


Desde la década de los ‘80 del siglo pasado, la interpretación predominante en el mundo ha sido la monetarista. Pero la crisis del 2008 y sus consecuencias generaron que incluso partidarios del monetarismo se alejaran un poco de esta postura extrema respecto de la inflación, y comenzaran a pugnar por niveles de aumento de precios un poco más elevados. Por ejemplo, en la UE, a pesar de la inyección de dinero que ha hecho el Banco Central Europeo y de las tasas de interés negativas, la economía europea no ha recuperado su dinamismo. Por eso, Christine Lagarde, reemplazante de Mario Draghi al frente de esa institución, aspiraría a cambiar las metas de inflación de ese organismo, que se han mantenido por debajo del 2% anual.


También Paul Krugman solicitó a la Reserva Federal que permitiera un aumento de la tasa de inflación para sacar a la economía norteamericana del estancamiento en el que se encontraba pos-2008 – aunque tampoco se promovía una inflación astronómica, sino que la tasa de inflación se duplicara del 2 al 4% anual. Según Krugman, esto se traduciría en, al menos, tres beneficios:


  • Podría reactivar la economía a través del crédito: la expectativa de mayor inflación hace que solicitar préstamos sea más atractivo; si los prestatarios creen que podrán devolver sus préstamos en dólares (o pesos en nuestro caso) que valdrían menos que los dólares que toman prestados hoy, se mostrarán más dispuestos a endeudarse y gastar más sea cual sea la tasa de interés.

  • Puede reducir el valor real del endeudamiento privado.

  • Los salarios están sujetos a una “rigidez nominal frente a la reducción”, es decir, que los trabajadores no aceptan recortes de salario explícitos (aunque los empresarios tampoco aceptan recortes gananciales, pero Krugman no aborda esto). El incremento de la inflación erosiona indirectamente los salarios mediante el aumento del nivel de vida. Obviamente, esta última postura frente a los salarios de los trabajadores proviene de un economista autoproclamado liberal, pero vaya y pase.

Se podría argumentar que esta nueva postura frente a la inflación es de carácter excepcional, pues son economías que no han recuperado el dinamismo que poseían previo a la crisis. Y para rebatir esto, voy a traer en mi auxilio al economista heterodoxo Ha-joon Chang, profesor de la Universidad de Cambridge.


El profesor Chang afirma que el concepto de que la inflación es negativa para el crecimiento es un sofismo que forma parte de la sabiduría convencional. Para refutarlo, invoca al campo en donde la ortodoxia económica siempre sale malparada: la historia. En primer lugar, invoca el caso de Brasil. En las décadas de 1960 y 1970, este país tuvo una inflación del 42% anual; al mismo tiempo, entre 1995 y 2005, cuando se adoptaron las recetas monetaristas, su inflación estuvo por debajo del 7,1% anual. Sin embargo, en el primer período, el crecimiento del PBI per cápita de Brasil fue del 4,5% anual, mientras que en el segundo período el crecimiento fue de sólo el 1,3% anual. Chang sabe que a este ejemplo podría contraponerse que el resultado del primer modelo fue la hiperinflación que sufrió Brasil en los ‘80 y principios de los ‘90.


Por ello, presenta otro ejemplo; el de su madre patria, Corea del Sur. En las décadas de los ‘60 y ‘70, cuando la renta per cápita coreana crecía al 7% anual y se hablaba del milagro coreano, la inflación fue de 17,4% anual en los ‘60 y 19,8% en los ‘70. En la primer década mencionada, Corea tenía una inflación superior a la de países latinoamericanos como Venezuela, México y Bolivia, y apenas por debajo de Argentina; en los ‘70, la inflación coreana era mucho más alta que la Venezuela, Ecuador y México y apenas por debajo de Colombia y Bolivia.


En contraposición a estos dos casos, tenemos a Sudáfrica post-apartheid. El gobierno sudafricano, en 1994, declaró que seguiría las políticas designadas por el FMI, como forma de tranquilizar a los inversores de que el nuevo gobierno no estaba compuesto por “revolucionarios de izquierda”. Así, mantuvo una tasa de interés real alta, de entre el 10 y el 12% que se tradujo en una baja inflación, de aproximadamente el 6% anual. Esto se tradujo en un crecimiento del 1,8% anual, acompañado por una caída de la inversión desde el 20-25% al 15% y con un desempleo superior al 25%.


Estos ejemplos no significan que la inflación es siempre buena. El proceso hiperinflacionario argentino a fines de los ‘80 lo demuestra. Esa clase de inflación hace imposible la planificación a largo plazo. Pero hay una gran diferencia, dice Chang, entre reconocer el carácter destructivo de la hiperinflación y afirmar que, cuanto menor es la inflación, mejor es para la economía. Citando al autor:


“Hay inflaciones e inflaciones. La inflación alta es perjudicial, pero la moderada, de hasta 40%, no sólo no es necesariamente perjudicial, sino que incluso puede ser compatible con un crecimiento rápido y creación de empleo. Hasta podemos decir que cierto grado de inflación es inevitable en una economía dinámica. Los precios cambian porque también lo hace la economía, por lo que es natural que los precios suban en una economía en la que existen muchas actividades nuevas que generan nueva demanda”.


Por lo expuesto anteriormente, podemos inferir entonces que insistir en políticas monetarias y fiscales extremadamente estrictas que mantengan el nivel de precios estable, aún a costa del nivel de empleo y de producción – que también forman parte de la estabilidad económica – puede terminar por frustrar procesos virtuosos de crecimiento, pues ese tipo de políticas reducen el nivel de actividad económica, por una caída de la demanda agregada que generará un aumento del desempleo por despidos y una reducción de los salarios. Así, en pos de proteger los ingresos actuales de los trabajadores, les generamos una reducción de su ingreso futuro.


En conclusión, la inflación no es un fenómeno, por naturaleza, negativo. Lo que se puede esconder detrás de una inflación moderada es un proceso virtuoso de crecimiento económico y de crecimiento del empleo. En contraparte, la búsqueda de una inflación baja, a partir de una política monetaria y fiscal estricta, puede tener como contrapartida un mayor desempleo y una caída del salario a largo plazo, por la caída en el nivel de actividad económica. Todo se reduce a una decisión política, que debe dirimirse entre enfocarse en los precios o en el empleo; en la oferta o en la demanda.


Referencias

  • Barbagelatta, Daniel (21 de octubre de 2019). Origen mítico de la inflación, un troyano del liberalismo. Koinón. Disponible en https://www.koinon.com.ar/post/origen-m%C3%ADtico-de-la-inflaci%C3%B3n-un- troyano-del-liberalismo

  • Chang, Ha-joon (2007). ¿Qué fue del buen samaritano?. Bernal, Argentina: Universidad Nacional de Quilmes.

  • Galbraith, John K. (1958). La sociedad opulenta. Barcelona, España: Editorial Planeta-De Agostini.

  • Krugman, Paul (2012). ¡Acabemos ya con esta crisis!. Buenos Aires, Argentina: Crítica.

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