Por Silvano Pascuzzo
El Neoliberalismo, como ideología de los grupos dominantes en los albores del siglo XXI, recoge una vieja tradición, que se basa en naturalizar la Desigualdad. Esa visión del mundo – y por ende de la Historia – rechaza, entre cínicas apelaciones a ella, a la moderna Democracia de Masas; precisamente porque la misma, surgida al calor de las luchas por el voto universal y la extensión de los derechos sociales, tiene, como objetivo principal, el achicamiento paulatino de las asimetrías entre las personas. En una palabra, y como brillantemente lo destacara Alexis de Tocqueville (1805-1859), en “el inevitable camino de los hombres hacia la Igualdad”.
Ahora bien, ¿cómo se conjugan los principios de una cosmovisión del mundo de base materialista y sofista, con la ideas de Justicia, Fraternidad y Solidaridad, inherentes al pensamiento democrático? La realidad imperante en la actualidad demuestra, de un modo violento y brutal, los efectos de la misma; a la vez, escuchamos cada vez más voces que proclaman la incompatibilidad entre cierta “economía de mercado” – léase el capitalismo financiero – y la participación popular en la toma de decisiones colectivas, punto que creemos se encuentra en el centro del debate político contemporáneo.
Ocurre que el Liberalismo – hijo dilecto de la Ilustración – nunca fue democrático. Si seguimos atentamente en sus argumentos a sus dos padres fundadores, Adam Smith (1723-1790) y John Locke (1632-1704), la base de sociabilidad humana era precisamente la Desigualdad; y como natural derivación de ella, la lucha despiadada entre los hombres por controlar recursos económicos y la autoridad sobre los otros. La Naturaleza – para los liberales – ignora y desconoce la Igualdad; es cruel, despiadada e implacable, pero sabio; pues castiga a crédulos e idealistas, con el fracaso, la miseria y el sufrimiento.
De éste modo, la cosmovisión Liberal del Hombre egoísta, fundamenta toda su arquitectura filosófica en el Darwinismo de un Herbert Spencer (1820-1903) o en el deductivismo lógico de un Robert Nozick (1938-2002); profetas ambos de un impúdico fatalismo aristocratizante, presentado como el natural desemboque de un proceso socio cultural, regido por la autoafirmación del Yo y la defensa irrestricta de la Libertad del ser humano racional, maximizador de intereses. Una antropología que, en esencia, está en las antípodas de los mejores logros del Humanismo occidental.
Estas peligrosas ideas, lo son más cuando, gracias a la prédica de intelectuales orgánicos, políticos mercenarios y periodistas a sueldo del gran capital, se convierten en el fundamento de un sentido común que inspira las peores manifestaciones de una gran parte de los comportamientos xenófobos, autoritarios y racistas, de las sociedades contemporáneas. La idealización de la competencia y del mérito, como motores del Progreso, inspiran a todos los movimientos neoconservadores, que esmerilan la Democracia, desde dentro; enancados en el voto popular y en eso que eufemísticamente llaman: la opinión pública.
En consecuencia, los sectores que nos oponemos a las consecuencias de las políticas neoconservadoras, necesitamos – como correctamente lo viera Juan Domingo Perón (1895-1974) – de una Doctrina alternativa, que cuestione al Neoliberalismo, pero que, fundamentalmente, inspire la construcción de una “Comunidad de Iguales”, de ciudadanos libres y conscientes de sus derechos; capaces de anteponer al egoísmo, las fuerzas vitales y orgánicas de la Solidaridad. La discusión de valores, como parte esencial de la vida política.
Decíamos en otro artículo, que la Koiné, la Comunidad, era la enemiga de los neoliberales. Recogiendo la tradición sofística del triunfo del más fuerte, sus principales espadas teóricas identifican, en los límites impuestos por la organización popular, a la iniciativa de las élites, el principal motivo de eso que llamaron, siguiendo a Friedrich Nietzsche (1844-1900), la abúlica uniformidad del Mundo Moderno, el Nihilismo. Los débiles, unidos detrás de objetivos de poder claros y deseos de Justicia, son, sin dudas, la peor de sus pesadillas.
Toda reformulación o actualización doctrinaria debe pasar, entonces, por una revalorización de la idea clásica de Bien Común. La Libertad y la Igualdad, vistas como complementarias y compatibles. Y, en consecuencia, la reivindicación de aquel apotegma del Abate Joseph Sieyes (1748-1836) que rezaba: “(…) los privilegiados son un cuerpo extraño a la Nación, en tanto sus intereses son los enemigos de la Igualdad y sus ambiciones egoístas, la tumba de la Libertad ajena”. La expoliación de la mayoría, en nombre de principios ajenos a la universalización de los derechos sociales, es sencillamente, incompatible con la Democracia.
La autonomía – principio básico de la filosofía antigua y judeo cristiana – no excluye la búsqueda del bien común; más bien lo complementa. Y el Humanismo, como fundamento de la Democracia, no tolera – por su misma esencia – la entronización del egoísmo como motor principal y único, de las acciones humanas. Reivindicar lo colectivo, lo social, es la clave para el éxito en la lucha global contra el Neoliberalismo. La Democracia, sin Justicia y sin Igualdad, es apenas una insípida y pobre mascarada.
Dotarla de organización popular y conciencia colectiva, la tarea ineludible para los años
por venir.