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La España Ilustrada y sus Epígonos Rioplatenses

Por Jorge Osvaldo Furman

Nota editada por nuestro Director, Silvano Pascuzzo, en base a borradores y apuntes de clase, propiedad del Doctor Osvaldo Furman, hasta ahora inéditos.

En clave historiográfica, el siglo XVIII en Occidente, encuentra la transformación del Capitalismo Comercial en Industrial como uno de sus ejes interpretativos más comunes. Mientras que, en materia política, la Legitimidad Tradicional, se ve reemplazada por otra, crecientemente democrática, en medio de las convulsiones de la Revolución y las guerras que fueran su correlato. Sin titubeos, es posible afirmar que Inglaterra y Francia abren, en ambos campos, un tiempo distinto, diferente, una Nueva Era.

La Independencia de los Estados Unidos, en 1776, alumbraba en América un camino similar. Y el Río de la Plata no se encontraba ajeno a estas influencias, más o menos lejanas, en parte por ser una región con múltiples vínculos globales desde la Conquista; y en parte, por el dinamismo y las inquietudes de sus sectores dominantes, inquietos y mal predispuestos por interés y conveniencia, a seguir acatando los mandatos emanados de la Corte de Madrid.

Los bríos de la industrialización y el fin de la sociedad aristocrática, influyen pues en Buenos Aires, más que en ningún otro sitio de la América del Sud, planteando desafíos que se vislumbran más como oportunidad, que como problema. Y la modelación de un Mercado Mundial en el que aportar los productos de la pampa, a cambio de manufacturas y productos acabados en Manchester y Londres; va cerrando una trama de vínculos crecientes, entre la Revolución Industrial y el incipiente desarrollo pecuario de la región rioplatense. Cueros, sebo y otros derivados de la industria pastoril, hallan en Europa salida, por la vía ilegal claro, y sin un esfuerzo de ahorro e inversión considerables.

Y junto con el dinero, llegan las ideas. Un Liberalismo en gestación, que a pesar de no ser “republicano”, contiene, como heredero de la Ilustración española, una vocación ciega y acrítica de Progreso. Las élites cultas – o letradas – gozan en medio de una candidez desconcertante, de las noticias de Filadelfia y de París; asumiendo que quizás esa marginación geográfica que pesa sobre sus destinos, no sea acaso más que una bendición, en etapas de tanto cambio súbito y violento.

Se prefiguran conquistando mercados nuevos y rentables, a la par que haciendo del desierto inhóspito, un vergel de abundancia. Y los jóvenes hijos de las casas más significativas de la Gran Aldea, retornan de Salamanca o Chuquisaca, contaminados de esa Fe en la Razón y las Luces, tan característica de la Filosofía del siglo XVIII. Quieren forzar los límites estrechos que los reglamentos y ordenanzas reales han fijado para sus existencias, sin aspirar aún a la ruptura de vínculos con la Metrópoli.

El Liberalismo Bonaerense, está pues naciendo entre las tensiones globales y las carencias locales; para dar inicio a una aventura escasamente meditada, pero largamente barruntada, por contrabandistas y hacendados de la pampa interminable. Es tímido y monárquico, pero persistente en sus afanes progresistas, y en una vocación nítida de reforma dictada desde arriba, desde las alturas del poder colonial; más que desde el corazón de sus bases sociales y populares.

La Revolución será así, en éstas tierras, una especie de malentendido trágico, de accidente no buscado. El Progreso y la Libertad eran los motores de la España Ilustrada, nacida del empuje reformista de la Casa de Borbón, en 1715. La Corona misma era su principal promotora, en los edictos de Libre Comercio de 1778 y en las disposiciones administrativas de 1782. Ceballos y Vértiz en Buenos Aires, junto a Sobremonte en Córdoba; hacen realidad la ambición de un grupo de intelectuales audaces, que esperan reconquistar para España, un lugar entre las grandes naciones del Globo. Son más “regeneracionistas” que “revolucionarios”. Representan lo mejor de su tiempo, en calidad y en inteligencia.

Casualmente será ese derrotero, confusa pero tenazmente recorrido por los hijos más inteligentes del país, el que alumbrará la Independencia y la construcción, al Sur del Río Bravo, de más de 15 naciones nuevas. No puede explicarse a la Guerra de la Independencia, sin poner los ojos previamente, en el fracaso y en el desconsuelo producidos por la Reforma inconclusa, que tantas expectativas levantara; tal y como Vicente Fidel López lo contaría años más tarde, por medio de su brillante pluma.

Hay que desterrar entonces, el mito de la gloriosa ruptura con España, como un paso decidido de antemano, por inteligencias superiores y naturalezas hercúleas. Terminó siendo aquella, un expediente necesario y final, de una esperanza en la transformación de los Reinos Americanos, desde la cumbre del poder Monárquico Ilustrado. Eso dio a nuestros liberales, ese espíritu errático y casi mezquino que los caracterizara hasta mediados del siglo siguiente, cuando la fuerza hegemónica de un Caudillo genial los obligará a repensar estrategias, en medio del exilio y la lucha.

El resultado sería la Guerra Civil y la Anarquía, más que la Reforma de las antiguas instituciones. Un fracaso político enorme y la palmaria manifestación de su impotencia y orgullo heridos. No habrá ni jacobinos ni revolucionarios reales, entre ellos; sólo “notables” asediados por la duda y resignados a cumplir lo más dignamente posible, el papel que la Historia les asignara. Los impulsos tendrían que llegar detrás de los hechos, a caballo de los imperativos exógenos, más que de convicciones firmes, hasta la hora en que José de San Martín y su espada, hicieran irreversible lo inevitable.

España modeló nuestro Liberalismo a imagen y semejanza del suyo. Marcó con su prístina influencia, un ideario de confusos límites ideológicos y ambiguas determinaciones prácticas; de los que Bernardino Rivadavia sería, sin dudas, su más claro y elocuente representante. Monárquicos sin Rey y Liberales sin Pueblo, saltaron al vacío en un gesto de coraje reprimido, para volverse taciturnos al pasado, y esperar que el Mundo culminara la obra que iniciaran en 1810, en medio de promesas muchas veces delirantes, y aspiraciones desmedidas.

Un proceso que en 1816 tendría su desemboque, forzado y culposo; y que en Ayacucho se cerrará por voluntad de la convicción revolucionaria del héroe colombiano; portador de otros bríos y otras fronteras ideológicas como meta de sus afanes. La ruptura de los lazos coloniales, vivida como tragedia y desventura, por unos “caballeros” conservadores, que tardarían décadas en construir un Estado nuevo y que, en medio de las vicisitudes de un planeta en convulsión, pasaron a la Historia como forjadores de una nacionalidad emergente, gracias a un capricho azaroso y una encrucijada fortuita.

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