Por Silvano Pascuzzo
Mirar la América del Sud en estos días, genera mucho desasosiego, pero también gran preocupación. Parece imponerse, en varios estados del subcontinente, la lógica de poder más cruda y brutal, junto con el derrumbe de las aspiraciones – en gran medida idealistas, habrá que reconocer – de construir instituciones liberales y democráticas, capaces de promover la movilidad social ascendente y el desarrollo. Toda la literatura de los años 80 y 90, ha quedado absolutamente desactualizada, ante la imposición de criterios utilitaristas y diría yo, hasta “sofísticos”, por parte de intelectuales y periodistas, que declaman frente a Cuba y Venezuela, el pleno goce de las libertades cívicas, supuestamente vulneradas; y encubren – por acción y omisión – procesos golpistas y represivos, como en Bolivia, Chile y Ecuador.
Todos los presupuestos sobre los cuáles el Neoliberalismo ha intentado construir estabilidad y gobernabilidad, se están derrumbando. Soñaba con una Democracia de baja intensidad, tutelada por las corporaciones y el poder financiero global; una forma de concebir las relaciones humanas, que presupone la aceptación de la inequidad y la pobreza, como datos ineludibles e inevitables.
Apostaba a la resignación y el acatamiento a la voluntad de los privilegiados, por parte de los Pueblos, tal y como lo recomendaran los teóricos de las universidades del Norte: Samuel Huntington y Robert Nozick, entre otros.
Nuestras naciones, lo decíamos en una nota anterior, se enfrentan al “infierno tan temido”; esto es, al retorno de los aspectos más nocivos de las décadas de 1960 y 1970. La politización de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, la violación sistemática de Derechos Humanos Básicos, las prácticas de una prensa cómplice de maniobras ilegales, obligan a los sectores agredidos a
repensar sus prácticas y sus acciones, de cara al futuro.
Bolivia actualiza esta cuestión de modo claro y prístino. Evo Morales construyó una economía en crecimiento, con igualdad y desarrollo, a la par que un conjunto de engranajes organizativos, de hondura y solidez envidiables. Pero sin embargo, cayó víctima de una conspiración urdida a sus espaldas por la casi totalidad de la oposición civil y unas Fuerzas Armadas y de Seguridad, perforadas por ideologías casi fascistas, racistas y autoritarias. La Democracia Liberal y la Justicia Social resultaron ser incompatibles, porque la segunda significa para muchos – demasiados – sólo un maquillaje institucional, que encubre – lo repetimos – un cinismo atroz a la hora de los hechos.
Chile también desnuda la farsa de la Democracia de Partidos en toda su dimensión. Allí, las derechas y las izquierdas han sido cómplices activas, en la edificación de una mascarada, sostenida por poderes fácticos, herederos de la Dictadura de Augusto Pinochet, que condicionan la vida del Pueblo, obligándolo a aceptar violaciones graves de sus derechos colectivos e individuales, en pos de la defensa de los intereses y los valores de una oligarquía que, a éstas alturas, apesta. La sociedad sabe de ésta colusión entre partidos, de éste contubernio desvergonzado, y por eso rechaza en bloque cualquier solución que no implique cambios de fondo, económicos y sociales.
En Ecuador, ha pasado lo mismo, con el agravante de que el “heredero” de la “Revolución Democrática” de Correa, de apellido con resonancias bolcheviques, se ha convertido en el mejor aliado de las derechas y en un hambreador serial, en un rastrero sostenedor de la miseria y la dependencia de su país. Los movimientos populares están aún en alerta, y han hecho retroceder a unas instituciones formales, carentes de toda legitimidad.
La Democracia liberal está en crisis en toda América Latina. Crisis generada por sus supuestos defensores. Hace falta avanzar hacia otro sistema, más inclusivo y participativo: una Democracia Social. En las calles se están forjando las condiciones para ello; pero no será suficiente, sin un esfuerzo de las organizaciones populares, para ponerla en acto. Quizás haya que comenzar la tarea, por entender que los enemigos de los Pueblos carecen de límites; que el
retroceso de las ideas neoconservadoras en el mundo, repudiadas desde París y Madrid, hasta México y Buenos Aires, genera en sus partidarios odio y racismo, violencia y desmesura; y que no es malo utilizar contra estos males, la fuerza del Estado, cuando se la tiene a disposición. No haberlo hecho a fondo y preventivamente, en la década pasada, está entre las causas – no la única claro – de nuestras tribulaciones actuales.
Ahora necesitamos paciencia, organización y un modo distinto de relacionarnos con los sectores que nos apoyan y nos han apoyado en los peores momentos. No hay que temer a la participación, incluso hay que fomentarla e inducirla. Hay que involucrar a los barrios en los proyectos de desarrollo urbano, a los gremios en la planificación del desarrollo, a los estudiantes en los modelos educativos y al Pueblo en la toma de decisiones. Hay que ser más audaz y más despiadado con los malvados, si queremos defender la justicia y la libertad, y no
ser siempre las víctimas propiciatorias de la ordalía sangrienta de los privilegiados.
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