Por Silvano Pascuzzo
En éstas últimas semanas, el Gobierno Nacional intenta relanzar su gestión, con iniciativas en múltiples áreas; dejando atrás a la pandemia, como eje vertebrador de su discurso y como prioridad en su agenda. Los Ministros del Gabinete parecen haber sido autorizados a moverse con mayor libertad, y el propio Presidente, anuncia – cada vez que puede – su compromiso con el crecimiento económico y la reactivación productiva. Después de meses de quietismo y de un ritmo paquidérmico en la toma de decisiones, Alberto Fernández intenta mostrarse activo y dinámico. Es, al menos, una apuesta práctica.
Subsiste, no obstante, el problema de fondo, que es la Política de alianzas y la unidad del Frente de Todos. Los debates y las protestas soterradas de muchos militantes y dirigentes intermedios, han obligado al Jefe del Ejecutivo a construir un discurso que conforme y tranquilice a sus apoyos, lastimados en su credibilidad y en su confianza, por los excesivos gestos de seducción hacia el poder económico local e internacional. Es muy claro que el oficialismo siente las tensiones internas como un problema a resolver, y mediante la complicidad activa de periodistas amigos – como el operador Gustavo Sylvestre – articula eslóganes y consignas, destinadas a retener a los propios.
La negociación con los bonistas externos se presenta como el punto de inflexión, en el camino hacia un cambio y una transformación de la herencia recibida del Macrismo; presentando un diferimiento de plazos y una quita en los intereses, como una restructuración de las acreencias, que liberaría recursos para ser aplicados en el fomento del empleo estable y la producción. El problema es que lo medular está aún por resolverse, ya que no se ha acordado un cronograma de pagos con el FMI, que tiene comprometido el 60% de sus activos en bonos de la Argentina.
En aras de ser justo, el país necesitaba oxígeno y ese respiro se ha conseguido. No se puede ser tan necio y negar el valor que, en estos momentos, tiene el arreglo con los capitales privados en moneda extranjera. Pero preocupa que el conjunto de los argentinos volvamos a pagar, con nuestro trabajo y nuestro esfuerzo, las deudas contraídas por una minoría de chetos impunes, que viven y han vivido de la especulación y el peculado; y que, mediante la valorización de activos líquidos y su fuga al exterior, disfrutan plácidamente de sus fortunas mal habidas, en medio del hambre y la desesperación de las mayorías.
Cristina Fernández de Kirchner prometió, en las páginas de su libro “Sinceramente”, la investigación de la Deuda Pública y la denuncia ante la justicia contra sus perpetradores. Nos dijo, durante la campaña, que deseaba que fueran ellos, y no el Pueblo, quienes afrontaran, aunque más no fuera, una parte de los costos del mal manejo de las finanzas públicas entre 2016 y 2019. Y muchos le creímos, entendiendo que era un paso necesario – un Nunca Más – para que no volviera a ocurrir en el siglo XXI, lo mismo que había tenido lugar en el XX; la consolidación de monopolios y oligopolios, en base a la socialización de la miseria y la exclusión.
Sin embargo, Alberto Fernández ha dicho hace pocos días, públicamente, que la Deuda es legal y que no es ni necesario ni deseable, investigar su origen espurio. En un spot publicitario del Gobierno, oímos decir que los argentinos “debemos honrar nuestros compromisos”, como si la toma de pasivos hubiera seguido los caminos legales fijados por la Ley y la Constitución. Azorados – aunque no sorprendidos – vemos la repetición de un drama ya conocido; en medio del silencio cómplice de los políticos de todos los sectores, que vuelven a actuar como socios exultantes de la malversación de los recursos nacionales, bajo el paraguas protector de la real politik.
Objetivamente, es hasta imposible requerir de estructuras de representaciones anquilosadas y carentes de legitimidad otra cosa. El Kirchnerismo había iniciado en 2003, un camino que parecía regenerador, distinto. Su identidad se consolidaba en tanto y en cuanto buscaba – con prudencia y gran realismo – traducir las demandas sociales en hechos concretos, efectivos; manteniendo un rumbo y un estilo, que eran la contraparte de la politiquería de los ‘80 y los ‘90. Hacía y decía cosas que muy pocos se habían animado a hacer y decir.
Pero ahora, es parte de una coalición en la que muchos integrantes no desean – nunca lo han deseado – terminar con el Neoliberalismo y sus prácticas políticas asociadas. El precio para obturar la reelección de Macri, ha sido posponer las transformaciones institucionales, políticas y económicas de fondo, optando por una timidez y una falta de definiciones, que es ajena a su sentir y a sus identidades fundacionales. Parece arrepentirse de lo hecho entre 2003 y 2015; y aspira a ser parte integrante del Poder Real, más que a limitarlo o combatirlo.
Es una opción como cualquier otra, ni buena ni mala. Pero representa una estrategia distinta, y no solamente un cambio de táctica. La épica de los días gloriosos ya es parte del pasado; y el Sueño del discurso inaugural de 2003, se ha convertido en una tibia y moderada aspiración a emparchar daños y caminar modosito, para que los enojos de nuestros adversarios no sean ni estridentes ni salvajes. Una trayectoria que no es novedosa ni nueva en la trágica historia del país; ni en la del Peronismo, transitado por múltiples tensiones y eclécticas corrientes aluvionales.
El camino va quedando, pues, definido. Un gobierno de cuatro años, ordenador, pacífico, moderado. Una transición hacia un futuro incierto. Una esperanza para muchos y una desilusión para otros. Recorrerlo con una gestión prolija y honesta, es lo menos que puede pedirse; ahora que, en apariencia, somos más sensatos y dóciles, menos peligrosos. Una senda que puede conducir tanto a la generación de objetivos trascendentes, como a la reiteración de viejas y dolorosas frustraciones.