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El origen del fenómeno Trump

Por Lautaro Garcia Lucchesi


Hasta el inicio de la segunda década del siglo XXI, la globalización traía ganancias para el hegemón estadounidense. Las grandes empresas norteamericanas controlaban el eslabón más importante de las cadenas globales de valor (innovación tecnológica y el conocimiento), relegando la fase de producción a terceros mercados con ventajas comparativas en materia salarial. Así, la renta más importante se repartía entre las multinacionales estadounidenses, además de beneficiar al consumidor de ese país vía precios. Al contar con la principal moneda de reserva (dólar), el déficit crónico de la balanza comercial se financiaba con emisión y/o deuda. Asimismo, los inversores de Wall Street se adueñaban de la globalización financiera, la actividad central del capitalismo del siglo XXI, cerrando un círculo de ganancias mutuas para los EEUU.

La otra cara de la moneda, en esta fase de la globalización, fue China. El abaratamiento de los costos de producción que permitía su mano de obra provocó que se transformase en la fábrica del mundo. Miles de productos hechos en China comenzaron a penetrar en todos los mercados de Occidente. La estrategia de acelerar el crecimiento para incorporar a su población a una economía capitalista, requería apostar necesariamente a dicha política. Por un lado, las firmas occidentales se instalaron para ensamblar y/o producir allí y para comenzar a explotar un inmenso mercado interno que se expandiría a medida que la población fuese incorporada a esa economía capitalista. Por el otro, empresas chinas comenzaron a producir en aquel segmento del viejo paradigma productivo despreciado por Occidente (metalmecánica, textil, etc.). La principal vía para canalizar el ahorro del superávit en cuenta corriente era la compra de bonos del tesoro americano. Mientras el círculo de la globalización cerraba a sus intereses, EEUU identificaba al terrorismo internacional y Rusia como las principales amenazas a su primacía global.

Este proceso de globalización tuvo tres rasgos centrales que se deben destacar: 1) el debilitamiento del mundo del trabajo frente al poder del capital; 2) el debilitamiento de las capacidades regulatorias estatales frente al poder corporativo privado; 3) el debilitamiento de la influencia política y social de los sectores productivos frente a las lógicas de la rentabilidad financiera.

El primer rasgo refiere a la sistemática pérdida de poder que han sufrido los trabajadores frente al mundo corporativo-empresario, no sólo en materia de derechos adquiridos, logros económicos, y seguridad y estabilidad laboral, sino también en el conjunto de actividades productivas que los obreros venían desarrollando, producto de los avances en materia de tecnologías productivas, cuya consecuencia fue el reemplazo de esta mano de obra por la robotización del proceso productivo. Esta situación le quitó poder político y de presión a la masa asalariada, lo que explica que sean el sector que más ha sufrido la globalización.

El segundo rasgo hace referencia al ataque que sufrió el Estado-nación, al cuál se acusó de ser “ineficiente” y de coartar la libertad de los privados a través del cobro de impuestos, como forma de avanzar en un desguace del Estado, el cual pasó a ser considerado un “costo”. El debilitamiento del Estado y de sus capacidades regulatorias trajo como contraposición el empoderamiento de las grandes corporaciones privadas, del sector financiero global, y la concentración y centralización del capital, lo que ha provocado la creación de gigantescos grupos empresariales con enormes cantidades de recursos humanos y financieros y con una enorme influencia sobre los sistemas políticos y los medios masivos de comunicación.

El último punto refiere a la extraordinaria transformación que sufrió el mundo financiero, el cual pasó a dirigir tanto la lógica de las empresas productivas como así también el comportamiento de muchos Estados que, producto de su endeudamiento, debieron someterse a criterios financieros que nada tenían que ver con la acción pública. La globalización ha perdido su carácter productivo y lo ha reemplazado por la preeminencia de lo financiero.

Sin embargo, el funcionamiento del proceso de globalización neoliberal se ha revertido a partir de la segunda década del siglo XXI: ha comenzado a favorecer a China por sobre los intereses norteamericanos. La conducción estatal del capitalismo chino, a través de una agresiva política de financiamiento de actividades de innovación y desarrollo y de internacionalización junto con el establecimiento de alianzas estratégicas para aprender el know how, le permitió al país pasar de ser un simple ensamblador de productos y fabricante de bienes con escaso valor agregado a competir con las empresas norteamericanas en la fase central de las cadenas globales de valor, los sectores de alta tecnología.

China ya no necesita de una moneda devaluada artificialmente para competir internacionalmente. El salto competitivo de su economía le permite lograr la internacionalización del renminbi para que sea considerado una reserva de valor y competir en un futuro con el dólar. Por otra parte, Beijing ya juega su rol de gran acreedor mundial (U$S 3 trillones de reservas internacionales y U$S 1,13 billones en bonos de deuda norteamericana) a través de dos instituciones multilaterales, como son el Nuevo Banco de Desarrollo (Banco de los BRICS) y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), a lo que se suma la creación de fondos soberanos y privados que transforman a China en un jugador central de la globalización financiera1. China se ha convertido en el motor económico del capitalismo del siglo XXI.

Esta situación hizo fracasar la estrategia estadounidense, que pretendía incorporar a China al orden internacional liberal (permitiendo su ingreso a la OMC y a otros organismos multilaterales) como forma de contener su avance y evitar que alcanzara la capacidad de disputarle hegemonía a los Estados Unidos.

Es esta reversión del proceso de globalización neoliberal lo que explica la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, ya que su apoyo electoral provino de los sectores al interior de los Estados Unidos, que han sido los “perdedores” del proceso de globalización. En este sentido, aparece ahora como periferia lo que se conoce como el cinturón del óxido en Estados Unidos, haciendo referencia a la destrucción de lo que antes era el corazón industrial del medio-oeste. Este sector continúa acompañando a Trump, como se puede observar en el mapa electoral que circula por Internet. En su discurso de asunción, Trump afirmó que:

Para muchos de nuestros ciudadanos existe una realidad diferente (...) Fábricas oxidadas se extienden como tumbas a través del paisaje de nuestra nación. (...) La riqueza de nuestra clase media ha sido arrancada de sus hogares y redistribuida alrededor del mundo. Hemos hecho a otros países ricos mientras que la riqueza, la fuerza y la confianza de nuestro país ha desaparecido en el horizonte. Una por una, las fábricas cerraron y dejaron nuestras costas sin ni siquiera pensar en los miles y millones de trabajadores que dejaban detrás. Debemos proteger nuestras fronteras de los saqueos de otros países que replican nuestros productos, se roban nuestras compañías y destruyen nuestros trabajos”.

Donald Trump vino a llevar adelante un revisionismo de la política comercial exterior de los Estados Unidos, rechazando la teoría de las ventajas comparativas y la creencia liberal de que la interdependencia económica es una fuente de estabilidad política en las relaciones internacionales. Para el presidente, el liberalismo desmedido había hecho posible que las empresas norteamericanas y extranjeras se aprovechasen de los acuerdos comerciales internacionales, para enriquecerse a costa de los trabajadores estadounidenses. Por esto, ha cuestionado los acuerdo comerciales y militares celebrados durante la administración Obama. Trump decidió que su administración no buscaría la firma de tratados regionales o multilaterales, sino que se negociaría a partir de una lógica estrictamente bilateral, lo que explica su retiro del TPP y del TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones) y la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, todas ellas decisiones que “solucionarían” los males que aquejan a la economía estadounidense. La negociación bilateral le daría a los Estados Unidos un mayor poder de negociación y una mayor libertad para retirarse de los acuerdos si éstos no cumplen con los objetivos para los que habían sido concebidos, o si la otra parte viola lo acordado, ya que los costos de esa salida serían notablemente menores que en el caso de un acuerdo multilateral o regional. Trump ha subordinado el plano económico y financiero al político y militar en las pujas globales.

Sin embargo, no se deben interpretar estas decisiones del presidente Trump como un cuestionamiento tanto al liderazgo internacional de los Estados Unidos como a la continuidad de la globalización. Respecto al liderazgo estadounidense, lo que Trump ha cuestionado son los argumentos que justifican ese liderazgo. El presidente no es un adepto a las teoría liberales de la paz democrática y del institucionalismo, que asocian las contiendas globales con ciertos valores o principios de conducta, sino que es partidario del realismo en la política internacional, por lo que considera que los universalismos de libertad y prosperidad no invalidan la utilización del poder nacional con propósitos de contención y disuasión.

Respecto a la globalización, el principal objetivo de su administración ha sido reformarla para que vuelva a ser funcional a los intereses americanos. La política comercial y muchas medidas regulatorias impulsadas en los últimos 20 años por las sucesivas administraciones norteamericanas, han sido implementadas en función de los intereses internacionales de las grandes empresas estadounidenses, las cuales deslocalizaron en terceros mercados parte del proceso productivo, lo que, aunque en un principio parecía generar ganancias mutuas, ha terminado por traer perdedores fronteras adentro, que son los viejos obreros industriales que observaron como las fábricas que los empleaban abandonaban el país, en busca de costos menores que le otorgaran mayor competitividad.

En Estados Unidos, el 90% inferior en la distribución de ingresos ha sufrido de estancamiento de ingresos durante un tercio de siglo. El promedio de los ingresos entre trabajadores a tiempo completo es, en realidad, más bajo en términos reales (ajustados a la inflación) del que se tuvo hace 42 años. Y, en la parte más baja de dicha distribución de ingresos, los salarios reales se asemejan a los niveles salariales que se tenían hace 60 años2.

Este contexto socio-económico al interior de los Estados Unidos y el ascenso de China como actor global explican la llegada de Donald Trump a la presidencia, su política del “America First” y el inicio de la guerra comercial con ese país asiático, ya que la elevación de los aranceles a las importaciones chinas ha tenido como objetivo que, al menos una parte de las empresas norteamericanas que trasladaron su producción a China, regresen al país, para lo cual ofreció una rebaja impositiva del 20 por ciento, como forma de compensar el menor costo laboral de la mano de obra china. Con Trump a cargo, EEUU, por primera vez, comenzó a gestionar internamente la globalización comercial.


Referencias

1- Actis, Esteban y Busso, Anabella (2017), “Globalización descarriada y regionalismo desconcertado en la era Trump”. Revista Interdisciplinaria de Ciencias Sociales N°3, pp. 51-64.

2- Stiglitz, Joseph E. (2016), “La globalización y sus nuevos malestares”. Project Syndicate. Disponible en https://www.project-syndicate.org/commentary/globalization-new-discontents-by-joseph-e--stiglitz-2016-08/spanish

 
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