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El Neoliberalismo y el mito del eterno presente

Por Silvano Pascuzzo


La Historia es la Clave. Las condiciones en las que vivimos, se gestaron a lo largo de miles de años de Historia. Conocerla, estudiarla, ayuda a vislumbrar el por qué de ciertos acontecimientos y las causas de muchas de las tragedias, pasadas y presentes, que ha vivido y vive la Humanidad. Desconocer la Historia y, al mismo tiempo, recomendar políticas públicas desde una excesiva dependencia del acontecimiento, del hecho coyuntural, nos hace ciegos y débiles frente al Poder, frente a las minorías dominantes.

“Toda mentira, repetida mil veces; se convierte en una gran verdad”, dijo alguna vez el Ministro de Propaganda y Esclarecimiento Popular del III Reich, el Doctor en Filosofía de la Universidad de Heidelberg, Joseph Goebbels (1897-1945). La oscuridad sobre el Pasado y el uso de un discurso lleno de letanías sobre un Hombre Universal inexistente, ahistórico; da origen a las tergiversaciones más obscenas y descaradas. Hay un tipo de mentira que se basa, ante todo, en la ignorancia de la propia identidad, de la propia esencia de nuestras vidas. Somos manejables porque asumimos que lo que nos dicen, es la Verdad.

La discusión contemporánea sobre el poder e influencia de la “comunicación de masas”, muestra la importancia de la “conciencia” en los momentos críticos; esas etapas en las que necesitamos salir del Yo, para poder comprender sus límites y sus posibilidades. En los otros, en la dimensión comunitaria, es dónde la Historia cumple un rol constructivo, integrador. Da bases para el Nosotros, para la cooperación y la producción de grandes logros e ideas.

Como alguna vez afirmara el gran maestro de la Escuela de Annales, Lucien Febvre (1878-1956): “El Individuo aislado en la Historia, no existe, es una abstracción”.

El Sujeto del Neoliberalismo no tiene historia, su única identidad es la de “consumidor”. Vive para ser parte del Mercado. Y John Kenneth Galbraith (1908-2006), en su extraordinaria obra de 1958: “La Sociedad Opulenta”; nos mostró con enorme claridad, la construcción de un sentido común, asociado a la naturalización de la pobreza y al dominio social y económico de los ricos. Esa “sabiduría convencional” está en la base de la preeminencia de éstos y de la subordinación de los débiles a su autoridad. Sumidos en el individualismo y en los acontecimientos de la vida cotidiana, no pueden identificar los hilos desde los cuáles se los sujeta y maneja. Una vieja verdad, en la que pocas veces reparamos.

Cualquier Individuo, toda persona, sin Historia y sin un “relato” que la una con su origen y la proyecte hacia el futuro, es apenas una hoja al viento, un esquife en la tempestad. Y es en el grupo, en el colectivo, en dónde reside la clave para entendernos y entender a los demás. Asumir que, cuando nacemos, somos determinados y modelados por un orden que nos precede y nos excede, es parte del aprendizaje – no siempre sencillo y generalmente plagado de dolorosas experiencias – que todos tenemos que vivenciar e internalizar. La conciencia de nuestro propio devenir, y su semejanza con la de nuestros parientes, amigos y compatriotas, nos completa y nos forma; nos hace menos brutales, más humanos.

El Liberalismo apuntala, por el contrario, la concepción de un Individuo Libre pero, al mismo tiempo, atenazado por la miseria y la necesidad, e impelido por el egoísmo, a ser exitoso, autosuficiente. La exaltación de la riqueza y el mérito implica que quienes no se adapten a esas condiciones de un mundo regido por leyes inexorables, sufrirán las consecuencias; o de su desidia, o de su ignorancia. El Poder del éxito, es así el Poder de la Verdad. Y la injusticia social, un síntoma de veneración hacia la sacrosanta intangibilidad del Mercado. Pero la Historia – solía decir mi maestro Jorge Osvaldo Furman (1943-2019) – desnuda a los liberales, y devela la metafísica insustancial y mentirosa de sus presupuestos teóricos y éticos. El Hombre es, ante todo, una Naturaleza dual, tensionada por sus instintos y sus ideales; los primeros egoístas; los segundos solidarios. En “Koinonía” – tal y como lo vislumbrara Aristóteles (385-323) - nos realizamos y desplegamos una identidad que se conforma en lucha y conflicto con el ambiente y las circunstancias. Y para forjarla, robustecerla y usarla con criterio y sabiduría; hace falta un relato de su origen, de su trayectoria. El problema no está – como creyera Michael Foucault (1926-1984) – en el Estado y en las artilugios de la Razón; sino en esa osca desconfianza hacia el otro, que nos vuelve su enemigo; a pesar de que llevamos un recorrido común, una Historia compartida.

El odio a lo social está en la base del tremendo fracaso del Liberalismo y del Socialismo Totalitario, para construir sociedades más justas y equilibradas. El primero – como decíamos más arriba – por la entronización del egoísmo; y el segundo por la subestimación de la Libertad, esa Diosa tan escurridiza como hermosa y deseada. Las tensiones entre autonomía y autoridad, que nos oprimen y nos movilizan, son el secreto para la comprensión de los individuos y de las naciones; y esas tensiones las comprendemos y las entendemos, si estudiamos y pensamos la Historia; que es un modo incruento, de aprender de la dolorosa experiencia de nuestra especie en el Mundo, en la Tierra. Conciliar Libertad con Igualdad es lo fascinante; y no la exaltación de una sobre la otra, en nombre de metafísicas brutales y arbitrarias.

Por lo tanto, hace falta una revalorización de lo histórico, frente al eterno presente de los liberales y sus medios masivos de desinformación. Una sana rebeldía frente a los hechos tal y como los significan periodistas e intelectuales orgánicos al servicio de éste Capitalismo Financiero, voraz y despiadado. El Mercado somos todos, y lo manejan unos pocos. El Estado encuentra sus fundamentos en la Soberanía Popular y, por alguna razón, sirve a los que controlan la riqueza, el saber y la Verdad. Concebirse como parte de un colectivo que nos potencia como personas y nos ayuda a comprender nuestras desgracias y a superar nuestros traumas y limitaciones, es la precondición esencial para una vida más digna y un orden más justo.

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