Por Matías Slodky
El gran filósofo e intelectual italiano, Antonio Gramsci, detalló con gran precisión en sus cuadernos y notas escritas - en el exilio carcelario durante el gobierno fascista de Benito Mussolini - la concepción y teorización del “Estado Clase” como una forma de representación y señorío de las clases dominantes que, por medio del Estado y sus instituciones articuladas en base a sus intereses, articulan una hegemonía y orden político-jurídico-social que le permite crear mecanismos para transmitir consensos ideológicos, los cuales le otorgan bases más sólidas para su dominación.
Gramsci introduce una noción ampliada del Estado y un análisis de las formas mediante las cuales las clases dominantes conservan su supremacía en las sociedades con capitalismo desarrollado. Por lo tanto, el Estado siempre será donde se constituya la clase dominante.
Es claro que, en los tiempos que hoy transcurren, el mundo ha cambiado, como así también el capitalismo y las clases dominantes. El modelo de acumulación hoy visto sigue correspondiendo a una burguesía pero que ha sabido internacionalizarse, acompañado de un tipo de capitalismo basado en la desigualdad, en la especulación y concentración financiera, constituyendo así una oligarquía financiera global, donde sus máximos representantes parecen ser los grandes fondos de inversión, bancos privados y empresas transnacionales.
Aunque la teorización gramsciana de hegemonía y correlación de fuerzas sigue siendo útil para repensar al Estado como instrumento de una clase para transmitir consensos ideológicos y, sin dudas, eso se encuentra en los preludios de nuestro país, donde el mitrismo, a partir de 1862, ha cumplido un rol fundamental en la afirmación y hegemonía liberal/conservadora que se instauró a partir de la seguidillas presidenciales que lo sucedieron. Pues sí, durante 80 años, de forma casi ininterrumpida, el Estado argentino sirvió como articulador de una clase elitista que formó y moldeó la nación argentina a su semejanza y parecer. Articulando un tipo de ideología positivista a través del establecimiento de instituciones políticas y un eje discursivo-simbólico como lo es la “historia oficial”.
Una Argentina que buscó, en ese entonces, ser singular, recopilando la idea de progreso ascendente, con una clara proyección europea que motivó no sólo la recepción de inmigrantes, sino también medidas que fueron desde la educación pública a la consolidación del Estado nacional con Julio Argentino Roca. Este modelo y proyecto de país encontró su primer quiebre con la sanción de la Ley Sáenz Peña y la pérdida de su poder a manos de Yrigoyen,
pero sin perder su esquema de dominación económica. Recién el peronismo pudo desarticular ese trazado, cuando integró a la clase obrera a la vida económica, social y política de la Argentina.
Volviendo al tema del título, el eje del Estado clase es trasladable a la época del gobierno de Mauricio Macri, un gobierno que, como se enunció en anteriores notas, consolidó su llegada al poder unificando a la sociedad antiperonista detrás de sus filas. Impartiendo una vez en el Estado, con total descaro, una ideología impulsada en la antipolítica y en una visión profundamente ahistórica y de rechazo a ésta. Y, detrás de ella, una economía de mercado acoplada a los intereses del sistema financiero y la oligarquía local, afianzada y llevada a cabo por sus mentores ideológicos, Jaime Durán Barba y Marcos Peña Brown.
El macrismo en el poder intentó borrar y superar toda expresión de peronismo o kirchnerismo; quizás, incluso a gran parte de la dirigencia política, creyéndolo un arquetipo obsoleto. Como, a su vez, intentó restar y sacarse de encima los símbolos de los que se apropió el kirchnerismo, como fue la historia como identidad y memoria colectiva, quizás especulando que, si no la nombraban en los hechos, eso dejaría de ser real. No es casual la frase de Macri “me tienen harto con el curro de los derechos humanos”, bandera del gobierno que primero lo precedió y luego lo sucedió a él.
Macri y sus asesores pretendieron hacer una Argentina sin historia argentina. Desde los billetes y la quita de los próceres de ellos, hasta la desarticulación de cualquier programa cultural que identifique ese tipo de historia. Olvidando a su paso su propia historia que, claramente, no podía ser compatible con el modelo que intentaban aplicar. En otras palabras, estos tecnócratas y CEOS lejos estaban de ser el modelo del capitalismo que enunciaban, el del “emprendedor” o el gran “meritócrata”.
Estos dirigentes, llámese Mauricio Macri u otro, provenían del ala parasitaria del Estado, con un mercado recluido, sin competencia y subsidiado a sus intereses. Básicamente, todo lo contrario al “emprendedor”. Era necesario olvidar la historia no solo en su beneficio, sino porque la historia crea identidades y, sin esta, no hay comunidad que piense en un destino común y un desarrollo colectivo, todo lo que el macrismo repudiaba.
Casi en un enclave a lo Francis Fukuyama, en su célebre obra ¿Es el fin de la historia?, el macrismo quiso hacer su propio fin de la historia para edificar nuevos símbolos, ajustados a la época que le tocó gobernar. Pero también una nueva política, una de hecho “algorítmica” 1 , una que no sea capaz de transformar ni solucionar problemas, simplemente entenderlos y hacerlos
digestibles para su compresión, “aceptar la realidad y convivir con ella”, una política terapéutica con tono amistosa, entonada por María Eugenia Vidal.
Pero claro, es una política basada en la desigualdad y, sin embargo, muy diferente a la puntualizada en los párrafos superiores sobre los liberales/conservadores del Siglo XIX. Ésta no busca la singularidad y progreso de nuestro país, solo intenta acrecentar y consentir las grandes diferencias sociales de nuestra región. Una hermandad latinoamericana, pero a la inversa, donde la fraternidad es la aceptación de la desigualdad de nuestra región y la misma es inevitable desde su concepción. Un macrismo que pregono un “sí se puede” pero que, en los hechos, fue un “no se puede”. Reitero, fue la aceptación que la política acompaña pero no resuelve, sólo interpreta a través de las sensaciones y los algoritmos (Big data) para intentar - si puede - dar una respuesta discursiva.
La nueva política, a la que Mark Fisher llamo “Realismo capitalista”, y su falta de alternativa, aquella que es de baja intensidad, compatible al capitalismo financiero o de mercado y divulgada por la clase dominante a través de lo que, en principio, definimos como “Estado clase”, con el objetivo de seguir extendiendo el statu quo existente a cambio de la pueril frase “estamos
cambiando”.
Más aún, una política perfectamente diseñada para los que le aborrece la política y se declaran apolíticos o, como diría Macri, “los que nunca vinimos a hacer política”. Cuando bien sabemos que las medidas que se necesitan para implantar este modelo requieren no solo de la política, sino del poder estatal, para ajustar, fugar deuda, desregular el sistema financiero o, simplemente, beneficios y subsidios a sus “amigos”.
Finalmente, me permito volver al principio de la nota y la reinterpretación de Gramsci sobre el Estado clase. Aquí, seguiré haciendo valer sus palabras: es necesario pensar otro tipo de Estado por fuera del “liberal”, el cual sea capaz de contener y afrontar a un capitalismo basado en la desigualdad, que parece haberse quitado la tutela ideológica del liberalismo, discerniendo que el mundo se encuentra en una irremediable crisis, claramente observables en sus crisis institucionales. O, simplemente, divisar a China como exponente de ese capitalismo emancipado del patrocinio del liberalismo es un gran ejemplo.
Por ende, la “nueva conquista” del Estado debe generar un nuevo contrato social capaz de generar legitimidad, instituciones democráticas que vayan más allá de un periodo gubernamental y, por sobre todo, más justicia social.