Por Silvano Pascuzzo
Los griegos nos transmitieron la idea de que hay seres humanos que, rompiendo el molde, se proyectan más allá de las vulgares capacidades, para acariciar el trono de los Dioses con sus hazañas. Ellos le dejaron a Occidente un arquetipo: el del héroe. Una herencia que arraiga en cosas muy profundas, como la tradición, las esperanzas truncas, el deseo, la emulación y, sobre todo, la proyección en otros de nuestros sueños y nuestras esperanzas. Desmerecer este hecho cultural, como rémora de un pasado ya muerto, o como expresión de la irracionalidad de los pueblos; es, sencillamente, una estupidez.
Diego Armando Maradona, el ser humano y no sólo el futbolista, cumple con esos cánones tan peculiares; tanto en el devenir de su azarosa existencia terrenal, como en la apoteosis que toda muerte conlleva. Los argentinos vivíamos engañados – como los griegos en su época – y no advertimos que figuras extraordinarias como la de Diego, no pueden limitarse al espacio geográfico donde han nacido; porque son patrimonio de toda la Humanidad. Su influencia y su fuerza, son globales.
Pasó, claro, con Aquiles, “el de los pies ligeros”; legendario jefe de los mirmidones en la expedición de los aqueos contra Troya. El tipo es conocido en todo el planeta gracias a un poeta – o varios, quizás – que perpetuaron su memoria, a lo largo de siglos. Sus destrezas eran tan poco usuales, sus hazañas tan poco comunes; que necesariamente debían tener inspiración celestial. Y claro, seminalmente, los Dioses por un acto tan común como el sexo, lo modelaron a su imagen y semejanza.
Maradona fue en parte como Aquiles. Un guerrero fervoroso, impertinente, valiente y contradictorio. Presa de enojos memorables y de gestos de cariño desmesurados y conmovedores. Todos hemos leído la Ilíada, o al menos conocemos varios de sus pasajes; y sabemos que el héroe logró detener la marcha victoriosa de la guerra por diez años, al embarcarse en una disputa con su Jefe, Agamenón; el cual le había robado a una hermosa esclava, Briseida. ¿Cuántas veces Diego fue un mirmidón honorable? ¿Cuántas ocasiones lo vieron pelear enardecido contra los poderosos? ¿La FIFA, el Papa, la Casa Blanca y el Pentágono; no fueron alguna vez un Agamenón mediáticamente aludido?
Esa flecha que se clavara, casualmente, en un tobillo – que se lea bien, en un tobillo – habrá de cambiar su naturaleza, sin poder matarlo a Aquiles; siempre vivo y activo en el recuerdo de poetas y escritores, bardos e historiadores; hasta llegar a la época del Dante, para protagonizar un papel de gran importancia en la Divina Comedia; allá, en esa ciudad mágica de la Toscana, en Italia, la bella Italia. ¿No recuerda a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, las gambetas, proverbiales que el Pelusa le hiciera a la muerte?
Quién escribe no se ha sorprendido de la dimensión de Maradona. Quizás porque es y ha sido un fervoroso admirador de su arte y de su vida. De nuevo, como lo hicieran con Heracles, con Alejandro y con César; sus contemporáneos lo han homenajeado en miles de lugares diversos, en lenguas distintas y con ritos más o menos elaborados. Tanta importancia tiene su figura, arquetípica de lo bueno y lo malo, de lo correcto y lo incorrecto, para ser el motivo de millones de sonrisas y de llantos. El autor se considera un privilegiado por haberlo conocido, por haber gritado sus goles y rezado para que no se muriera, para que nunca se muriera.
Creo que Maradona es uno de los mitos más poderosos de la Historia Humana. Un gigante pequeño, ágil y seductor; una tabla de salvación para almas atormentadas y un elixir para geniales creaciones. Hasta su Homero rioplatense ha tenido, en ese hombre sensible que es Víctor Hugo; que, en sus relatos de 1986 y 1990, será seguramente el encargado de transmitirle a los que vengan detrás de nosotros, la grandeza de un pibe común, que jugando a la pelota – sin matar a nadie y sin arrasar ciudades amuralladas – toco las notas del corazón anhelante de Justicia y Belleza, en los cinco continentes.
Nunca morirá esa zurda entonces, aunque se transforme en el relato en flecha o jabalina, ni la pelota que tanto amara, dejará nunca de girar. Y cada 25 de noviembre, en altares improvisados, en tribunas y bares, lo seguiremos amando, admirando y llorando. Y en la vejez, en la senectud, le contaremos a nuestros hijos y a nuestros nietos, la leyenda de ese villero de Fiorito, que eludió a siete ingleses en una tarde calurosa en la tierra de Moctezuma y Pancho Villa, para llenar de alegría el corazón de los humanos, sin pedirles otra cosa que un amoroso grito de gol.
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