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El futuro del Kirchnerismo. Entre la Fe Pregonada y los Resultados Concretos

Por Silvano Pascuzzo

Los diagnósticos equivocados, en Política – como en salud –, suelen ser fatales. El Gobierno argentino presupuso que la “Grieta” era un fenómeno reciente y artificial, que impedía, de modo ostensible y disruptivo, la realización del “Consenso y la Armonía”; una idea identificada, desde tiempos inmemoriales, con las utopías más ranciamente conservadoras. Hizo de sus deseos, una virtud; y decidió acomodar sus acciones a un presunto escenario de hartazgo generalizado con el conflicto entre modelos opuestos; dando por descontado, que recibiría aplausos y ovaciones generalizadas.

Siguiendo ese razonamiento, en parte voluntarista y en parte pueril, el Presidente de la Nación – un liberal progresista, poco identificado con la manera que el Peronismo tiene y ha tenido de mirar la sociedad – se dispuso a saltar por encima de las “divisiones entre los argentinos”, como si 200 años de Historia no condicionaran – para bien o para mal – el Presente, desde la cultura y la ideología; como si pudiera el Primer Magistrado, elegido por una primera minoría, ser, al mismo tiempo, la representación automática de los que le votaron en contra, es decir, de los que no lo eligieron.

Fernández y el conjunto del Frente de Todos, no repararon en un hecho básico de la vida política democrática: es imposible – y tampoco deseable – la unanimidad y la ausencia de conflictos. Es lógico, y hasta natural, que en la lucha por el Poder, se formen bandos; y que confronten con variados niveles de virulencia, por hacerse de él. La peregrina idea de que los derrotados deben cogobernar, es un absurdo que no resiste ni la lógica más elemental, ni los razonamientos menos sutiles. Es, sencillamente, una estupidez.

Sin embargo, ha sido y es un discurso preponderante en las usinas ideológicas de la derecha mediática y empresarial, que hoy intenta hegemonizar y controlar al Capitalismo y a la Democracia Liberal. Mientras ataca impiadosamente a sus adversarios, con todo tipo de improperios y descalificaciones; exige de este respeto y buenas costumbres, además de una actitud moderada. Un armisticio que, por unilateral, pretende trocarse en capitulación.

Los políticos demoliberales – y Fernández es un exponente acabado de ellos, mal que le pese a los que quieren presentarlo como lo que no es –, en todo el Mundo, han venido cumpliendo en las últimas décadas un papel mediocre y timorato, modosito diría mi abuela, que ha sido funcional a los factores de poder establecidos. La abulia y el desencanto de nuestras poblaciones, así como la aparición de grupos xenófobos y autoritarios, en creciente expansión; denotan la falta de legitimidad de una clase política que es, en realidad, la agencia de administración de los intereses corporativos.

En nuestro país, el Kirchnerismo – a pesar de sus contradicciones y errores, que fueron muchos – se presentó como una experiencia que, en los papeles, buscaba desandar ese camino y ofrecer, por la vía reformista, una tenue crítica del sistema de poder creado por la Dictadura Genocida, a partir de Marzo de 1976. Introdujo un conjunto de axiomas, razonamientos y valores que, al menos, trataron de ofrecer a los votantes otra forma de entender la realidad, cuestionando sus pliegues oscuros y luchando para conseguir cambios en áreas específicas, tendientes a la mayor igualdad y la expansión de derechos.

Con la constitución del Frente de Todos, su enfoque cambió. Desistió de su interpretación estructural y sistémica del poder, para entenderlo como un mero juego electoral y de disputa en torno a las impotentes instituciones formales de la Constitución y las leyes; adquiriendo, de pronto, los vicios que casi desde sus orígenes había balbuceantemente cuestionado. Centró todo en el retorno al Gobierno, y en la salida de él de Mauricio Macri; dejando en el camino, una considerable parte de su identidad y su potencia simbólica.

Al mismo tiempo, por razones que sólo el trabajo paciente de los historiadores develará, Cristina Fernández de Kirchner, su única y natural conductora, tomó una decisión sorpresiva que, de modo inmediato, fue festejada como una genialidad táctica: se bajó, unilateralmente, del premio mayor, eligiendo a su operador de cabecera, como su heredero; no a través de internas, sino con la naturalidad con la que Julio A Roca, en 1905 eligiera a Manuel Quintana. Ese acontecimiento, insistimos, que muchos vieron como una conducta brillante, condicionó al Kirchnerismo en el seno de la alianza en gestación, impidiéndole tener el control de los resortes fundamentales de la misma. Nadie deseo ver éste hecho crucial, en medio de una ceguera y por un chupamedismo estúpido y banal.

Pero, al mismo tiempo, Cristina se ató doblemente las manos, al ir como Vicepresidenta en una fórmula desbalanceada, en términos de capacidad de liderazgo, puesto que quien conducía, se confinaba a un lugar menor dentro de la estructura institucional; otorgando al otrora operador, devenido en Presidente, un espacio que su representatividad exigua y su falta de respaldo organizacional y social rebasaba y condicionaba notablemente. Desde la Vicepresidencia, y en un eventual desempeño mediocre de la función presidencial, Cristina se condicionaba a sí misma, como actor decisivo y equilibrador. Un acto que, interpretado de modo naif, parecía de desprendimiento; pero que, en términos políticos, era riesgoso y muy poco efectivo a largo plazo.

Los meses transcurridos, lamentablemente, muestran un Presidente timorato, débil, paquidérmico en sus decisiones, empecinado en cumplir el papel de articulador y moderador, más que el de titular de un sistema institucional presidencialista. Y una Cristina silenciosa, ocasionalmente crítica, que no termina de definir su rol y que deja sin representación visible a muchos de sus partidarios, disconformes con el estilo y la manera de gobernar del profesor Fernández. Una conducción a distancia y por Twitter, que carece de elocuencia y no ejercita la persuasión; dos condiciones esenciales en un Líder de masas.

El resultado, un malestar interno soterrado pero en aumento, una sensación de que las cosas no marchan de acuerdo a lo esperado y un oscuro presentimiento de que, quizás, los diagnósticos eran equivocados, las jugadas magistrales no lo eran tanto y de que el Poder real está intacto, virulentamente enfocado en seguir procurando la desaparición del Kirchnerismo; a pesar de sus lavados de cara y sus reiterados pedidos de perdón, por irreverencias pasadas. Un escenario que la mayoría visualiza con preocupación, pero que muy pocos denunciamos y explicitamos en sus ribetes más alarmantes y negativos.

El sector que defiende esta línea política, y los que en silencio la toleran; deben no obstante – como de costumbre – superar la prueba de las más crudas realidades. El adversario, hace pocos meses en retirada, se está rearticulando y contraataca con fuerzas y energía, al darse cuenta que ese monstruo terrible al que temía y respetaba, ahora se ha trocado en un gigante con pies de barro, y ladrido de caniche asustado. La grieta sigue intacta, los delincuentes de siempre han salido impunes una vez más y los endebles lazos que unen a los miembros de la coalición, la mantienen todavía; más por temor al futuro que por verdadero compromiso con un programa de transformaciones efectivas.

Todos sabemos que la prueba que hay por delante es muy difícil. Que si no se retorna a la identidad primigenia del kirchnerismo, éste corre el riesgo de diluirse social y políticamente en medio de la partidocracia demoliberal, sin pena ni gloria. Una mayoría duda, con variadas manifestaciones de mal disimulado conformismo, y una minoría acepta callada, las decisiones tomadas por sus jefes, en parte por el disfrute culposo de alguna canonjía y en parte por el temor, muy humano, al abismo que representa la ausencia de correlato entre la Fe pregonada y los hechos concretos.

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