Por Silvano Pascuzzo
Los cambios profundos de las estructuras sociales, son obra de lentas y persistentes presiones a favor o en contra de los mismos. Fuerzas opuestas, intereses en pugna, confluyen para modelar, en su propio beneficio, las características principales de una comunidad. Y ello conduce, a lo que los sociólogos han denominado, hace ya mucho tiempo: “clivajes”; y que ahora, la verborrea discursiva de la prensa concentrada ha dado en llamar: “la grieta”. La construcción de un imaginario “consensualista”, ignora el hecho esencial, que pone en marcha el mecanismo transformador de la Historia: el “conflicto”.
Hoy, en América Latina – y en el Mundo, claro – parece estar iniciándose un nuevo ciclo de enfrentamientos entre los grupos dominantes y los pueblos, organizados – ambos sectores – detrás de dos consignas ideológicas básicas: Libertad e Igualdad. Unos, describen el esfuerzo individual, el racionalismo y el interés propio, como los motores esenciales del Progreso humano; otros, destacan la organización, la solidaridad y la lucha, como los medios adecuados para la promoción de derechos de las mayorías populares. Así ha sido siempre; y así
seguirá siendo.
Por lo tanto, es posible concluir que más allá de los deseos del Positivismo y sus cofrades conservadores, la dinámica social no conoce de “órdenes estables”. El Poder siempre ha soñado con ellos, y nunca ha visto sus expectativas satisfechas. Desde los tiempos antiguos y medievales, las élites han resuelto consolidar en su propio beneficio, los mecanismos de acumulación económica y de represión política, con discursos legitimadores, que pregonaron – una y otra vez – la inmutabilidad de los roles y de las estructuras sociales; considerando, al mismo tiempo, el cambio como un peligrosos factor de disolución y caos. El sueño aristocrático por excelencia, ha sido el predominio de “los mejores”, por medio del acatamiento pasivo y complaciente de los dominados.
El “fin de la grieta”, es entonces, o un artículo demagógico o una expresión de deseos. Construir política democrática – popular – sobre semejante premisa, puede ser extraordinariamente peligroso. Chile expresa muy bien, las consecuencias negativas, por no decir trágicas, de los acuerdos intra élites, a favor de una inestabilidad ficticia, basada en el predominio brutal y descarado, de los sectores hegemónicos, sobre el conjunto de la sociedad. La población, sumida
en la impotencia, la exclusión y la falta de derechos, abjura de todos los líderes políticos, pertenecientes a todos los colores partidarios, que han consentido éste orden de cosas durante décadas, y que son responsables del hartazgo y de la bronca que hoy vemos expresadas en las calles de todo el país.
Gobernar distinto implica aceptar al otro a pesar de las diferencias; y no subsumir las propias convicciones en un mar de frases y eslóganes bellos, que constituyen el aparato ideológico más eficaz del privilegio. Las derechas, apoyadas por un conjunto de actores que les son funcionales, no desean que los grupos desfavorecidos se movilicen y se organicen en búsqueda de mayor
igualdad. La obligación de un gobierno nacional y popular, es favorecer esas luchas, protegiendo y ampliando la participación.
Ahora bien. ¿Habrá oposición?. Sin dudas. ¿Será incluso violenta, demagógica y brutal?. Evidentemente que sí. Ocurre que los privilegiados estarán allí, acompañados también por muchos que no siéndolo, consideran a “los otros”, a los luchadores sociales y a los pobres, como sus enemigos. La existencia de un bloque social reaccionario, compuesto por sectores diversos, es un dato ineludible que marca la inexorabilidad del conflicto, si es que se desea de verdad, propender a mayores niveles de Igualdad.
En la política democrática, los grupos dominantes también apelan a “las masas”. Tienen sus adeptos, sus clientelas, sus cruzados y sus bandas de operadores territoriales y mediáticos. Ignorar esto, negarlo incluso, pone a todos los que creemos en la promoción universal de la Justicia, en graves aprietos. De allí la necesidad imperiosa, de utilizar el aparato del Estado, con la fuerza que le es inherente, para proteger de la violencia, a los grupos más débiles; sabiendo
que la “Ley” – ese resbalosos artificio jurídico – es la “expresión de intereses concretos”; y que las instituciones, siempre están en disputa.
Más que propugnar, entonces, idealistas paraísos consensuales, hay que gobernar con energía y convicción, en contra del privilegio y la exclusión. Aprender a hacer uso de los instrumentos coercitivos del Estado, es parte de la lucha política. No es un crimen, cuando sectores facciosos, amenazan violentamente las conquistas y los derechos de las mayorías. Es precisamente cuando su hegemonía es puesta en duda, cuando en nombre de la Libertad aristocrática, las minorías privilegiadas, opondrán mayor resistencia. Intentarán – siempre – impedir toda transformación que las perjudique, o crean que las perjudica, obligando a su contraparte a consentir la naturalización de la arbitrariedad y la pobreza, o a avanzar en la construcción de horizontes distintos, más allá o más acá. De pueriles aspiraciones moralizantes.
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