Por Paris Goyeneche
Leonel Edmundo Rivero (1911- 1986) fue cantante, guitarrista y compositor de tangos. Por su particular registro de voz, estilo criollo y uso del lunfardo, su excelente repertorio y extensa trayectoria, Edmundo Rivero es considerado uno de los mayores artistas de la historia del tango.
Su bisabuelo materno, inglés, de nombre Lionel, había sido lanceado a mediados del siglo XIX por los indios pampas, que le dejó la herencia del pelo rubio y el primer nombre.
La familia Rivero se traslada al pueblo de Moquehuá en la Provincia de Buenos Aires, ya que su padre había sido designado como jefe de esa estación. Lamentablemente, Edmundo enferma gravemente y los médicos del lugar no logran descubrir lo que tenía, por lo que el padre opta por renunciar al empleo y regresar a Buenos Aires, donde finalmente logran curar al más pequeño de la casa.
De niño, Edmundo se siente atraído por la música y por la guitarra en particular, y en su casa, a todas horas, se podía escuchar a sus padres cantar y tocar estilos, valses y zambas; fue su tío Alberto quien le enseñó sus primeras notas en la encordada. Ya siendo alumno en la primaria del Colegio Molinari (Núñez y Roque Pérez), Rivero "debuta" cantando versos del Martín Fierro en uno de los actos patrios. En la adolescencia, comienza a sentirse intrigado por el lunfardo, un lenguaje prohibido que su tío Alberto le fue enseñando de a poco, y finalmente fue en un aguantadero de Saavedra donde aprendió de primera mano el lunfardo más encriptado, a manos de un grupo de delincuentes que allí moraban.
Alrededor de los 18 años, Rivero ya era un guitarrista conocido en el barrio y frecuentaba distintos bodegones y bares; uno de ellos era "El Cajón", ubicado a metros del puente Saavedra, un antiguo boliche donde llegaban malandras, payadores y carreros.
Luego de esta etapa de aprendizaje informal, comenzaría sus estudios de canto y guitarra clásica en el conservatorio nacional de música y comenzaría a acompañar a cantores de la zona y, más tarde, de más renombre, como Nelly Omar.
Apoyado y empujado precisamente por el mismo tío Alberto, músico de tango, se dedica a recorrer boliches y escenarios con su infaltable «viola» (guitarra). Acompañó películas mudas en un cine del barrio La Mosca, en Avellaneda, donde exhibían la película Resaca. El protagonista desenfundaba una guitarra y Rivero debía musicalizar la escena.
Un día se animó a cantar también, pero el público reaccionó iracundo, haciendo un terrible estruendo dando patadas en el piso. Al día siguiente, repitió el número y el dueño del cine lo despidió ante el enojo del público, no acostumbrado a escuchar voces en el filme. Sus experiencias radiales incipientes las hizo junto con su hermana Eva en las “broadcastings” de entonces: radio Brusa, radio Buenos Aires... Acompañaban a cantores pero, en ocasiones, cantaban ellos o tocaban música española, clásica, griega o la que fuera.
Acompañaría a infinidad de cantores de todo género, incluso de ópera, y también a Agustín Magaldi, Nelly Omar, Francisco Amor y al dúo Ocampo-Flores.
En una ocasión, el dueño de una emisora ponía en marcha la radio (a veces se cortaba por falta de potencia) y se marchaba a buscar avisos, quedando todo a cargo del locutor y de los artistas. Como por lo general no había avisos, se iba el locutor y dejaban todo a cargo del dúo, hasta por horas. Las cuentas de publicidad eran escasas: una zapatería, un sastre, un mercadito. Cuando por casualidad cobraban, era con el producto de algún canje que el propio dueño de la radio aceptaba. Edmundo contaba con gracia que su primer sueldo artístico fue parte de esos trueques en especie y cobró puntualmente... un pescado. Eso sí, a elegir: pejerrey o merluza.
En una época que se estilaba el “levante” telefónico, entre mate y charla, con su amigo Acha, marcaban un número al azar y, si la que atendía era una voz de mujer joven, le dedicaban una canción con acompañamiento y todo. Al no haber grosería ni maldad, la cosa a veces funcionaba. Cierta vez que hicieron eso la mujer que los había atendido y escuchando toda la pieza, preguntó:
“-Dígame la verdad: lo que pusieron ¿era un disco o es alguien que está ahí?
-No, no fue ningún disco, fue mi amigo Rivero —respondió Acha— y le pasó el teléfono a Rivero.
-Cánteme un poco más, por favor- pidió la dama anónima. Edmundo siguió entonando para terminar de convencerla.
-Me gustaría que pasara por mi casa. Tengo un conservatorio y sería bueno que lo escuchara mi hermano. Está formando una orquesta, ¿sabe? Le pasó la dirección, en la calle México.”
Cuando, días después, Rivero fue a visitarla, descubrió que era la casa de Julio De Caro. La voz en el teléfono era la de su hermana Hermelinda, y el que estaba formando la orquesta era otro hermano: José de Caro, que lo contrató, aunque el pago era casi inexistente. Esto ocurrió en 1935, pero dos años más tarde fue el propio Julio De Caro quien lo llamó para los carnavales en el cine Pueyrredón, del barrio de Flores.
Tampoco prosperó la cosa porque la gente se paraba para escucharlo y a Julio eso no le gustaba.
“Cante de otra manera, que acá la gente viene a bailar”, le advirtió. Parece que Rivero no encontró esa otra manera y eso le costó el fulminante despido.
De todos modos, le entró el gusto de cantar con orquesta y aceptó de palabra un contrato con Humberto Canaro. Artísticamente no le fue mal, pero económicamente resultó ruinoso. A partir de ahí, comenzó su peregrinaje viendo a directores de orquesta y compañías grabadoras y las respuestas descorazonarían al más pintado: “No, tiene la voz demasiado grave. Usted tiene algo en la garganta, cúrese y vuelva”. “Pero, ¿no estará enfermo del pecho?”. Un conocido músico, desde el control de un estudio, y sin advertir que su voz se oía del otro lado de los cristales, sentenció: “Díganle que se vaya. Pero ¿de dónde sacaron a ese perro?”.
Con Aníbal Troilo empezaron tocando en un baile en el Tigre. Había un lleno completo y cuando “Pichuco” le dijo: “Ahora usted, Rivero...”, hubo unos aplausos un poco raros, que a Troilo le sonaron exagerados, largos... Rivero cantó un tango y la gente empezó a dejar de bailar y a arrimarse al palco. Al final no solo aplaudían, sino que gritaban y tiraban cosas al aire.
Rivero cantó otra pieza y más de lo mismo. Troilo olfateó el peligro y creyó que el público se estaba burlando de la extraña voz grave de Rivero. Entonces, sentado con el bandoneón, le dijo por lo bajo, tratando de no ofenderlo: “
-Mire, Rivero, mejor bájese del palco, porque me parece que esto viene de cargada.
-¿Le parece?
-¿Y no ve que le tiran cosas?
-Ah, pero a mí en los bailes siempre me aplauden así”.
Además de tener que vencer la antipatía de algunos de los músicos de la orquesta, que le quitaban el micrófono, se lo inclinaban o desprendían de la jirafa sostén, hablaban mal a sus espaldas y hasta le aconsejaban que lo despidiera. Pero Troilo no sólo estaba mucho más allá de todas las mezquindades, sino que fue quien más supo de cantores y se había enamorado para siempre de él.
A fines de la década del cuarenta se perfiló como una de las voces mayores del tango. Participó en los filmes “El cielo en las manos” (1949) y “Al compás de tu mentira” (1951).
En 1969 inauguró el local El “Viejo Almacén”, que se convirtió en uno de principales centros tangueros porteños. Contrario a lo que se pueda suponer, y siendo sobrino nieto del célebre Polaco, gusto más de las canciones cantadas por Rivero que de las de Goyeneche. Porque la voz de Rivero fue siempre la misma, de un tono grave y estremecedor, que con el tiempo se transformó más paternal y aguardentosa, bien de tango.
Aquí les propongo escuchar dos buenos ejemplos de la impronta del Feo de Valentín
Alsina. Uno se llama “Pucherito de gallina”, y el otro “Guapo y varón”.
Bon Appetit.
Comments