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El Estado; el Todo y la Parte

Por Elías de la Cera

“El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A bordo, aunque cada cual tenga un empleo diferente, siendo uno remero, otro piloto, este segundo, aquel el encargado de tal o cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes que constituyen, propiamente hablando, una virtud para cada uno de ellos, todos, sin embargo, concurren a un fin común, es decir a la salvación de la tripulación, que todos tratan de asegurar, y a que todos aspiran igualmente. Los ciudadanos se parecen a los marineros, no obstante la diferencia de sus destinos, la prosperidad de la asociación es su obra común”.


Es Aristóteles de Estagira quien utiliza esta metáfora para explicar al Estado como esa asociación por cuya prosperidad todos obramos, o deberíamos obrar.


El sabio de la antigüedad supo entender al Estado como una asociación, y toda asociación está construida en vista de algún bien, ya que, por lo visto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el uno sin el otro; el mejor ejemplo es el del macho y la hembra que se necesitan mutuamente para la reproducción. Siempre los argumentos estàn basados en lo natural, en lo antropológico diría Giovanni Sartori. El Estado es entonces la última, la mejor, la más perfecta de las asociaciones hechas por las partes, y que en el Estado conforma un “Todo”. El Estado, la más alta forma de sociedad y, aunque haya sido precedido por otras maneras de ser, desde un punto de vista absoluto, procede del individuo, la familia, el clan, la tribu, la aldea; pero ni estas asociaciones y menos que menos el individuo aislado (que, según Fernand Braudel, aquel individuo aislado y autosuficiente, fato recurrente entre liberales y tecnócratas, es históricamente inexistente; cabe mencionar también que el más aventajado de los discípulos de Platón dijo al respecto: “el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la raza humana, o un Dios, o una bestia”; el gran Aedo de la Antigua Grecia diría: “sin familia, sin leyes, sin hogar”) se bastan a sí mismos, mientras que el Estado es autosuficiente y, en su perfección, realizan el fin al que ellas tienden. Esta idea del Estado como asociación perfecta, cúspide del espíritu humano y del desarrollo, es retomada por Georg Wilhelm Friedrich Hegel y, posteriormente, denostada por Karl Marx en su obra “Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel” (1843).


Con respecto al individuo, vale decir que la idea que tenemos hoy sobre éste, no es la misma que tenían los clásicos del pensamiento occidental. Georges Duby, siguiendo a Althusser, dijo algo muy lúcido al respecto: “La ideologìa es un sistema (que posee un rigor y una lógica propios) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos según los casos) dotado de una existencia y de una función histórica en el seno de una sociedad dada”. En la comunidad antigua no existía la idea de individuo aislado. Las personas se sentían miembros de una entidad superior y que todo lo que ellos hicieran, repercutiría en la comunidad. El maestro de Alejandro comparaba la comunidad, el todo, con el cuerpo, y al individuo, la parte, con las extremidades que lo componen. Así, por ejemplo, la mano, sólo es útil si pertenece a una organización psicofísica superior, es decir, si es parte del cuerpo. La mano sola, apartada del cuerpo, es totalmente inútil. La cosmovisión de los clásicos es totalizadora; el individuo como medida de todas las cosas, es un sujeto reducido a la gran masa del mundo circundante. Esta dualidad entre comunidad e individuo, se traspola a lo político, Imperios o Estados Nacionales. La primera perteneciente a la visión totalizadora, antigua, mientras que la segunda corresponde a la individualista, moderna. Algunos autores han visto con asombro el desmembramiento de los Imperios, y el concomitante surgimiento de los Estados Nacionales. Eso que Dante Alighieri denominó “Monstruo de mil cabezas”.


Alguna vez, en el Pireo, se dió una discusión interesante, de esas que tenían los griegos, respecto a la justicia. Sócrates, discurriendo con Céfalo, en un momento cita al poeta Simónides, cuando rezaba: “La justicia consiste en dar a cada cual lo que es suyo, esto es, hacer bien a los amigos, y mal a los enemigos”. Frase que nos recuerda a otro filósofo, aunque frustrado, cuyo apellido se parece al nombre de quien escribió estos diálogos, cuando decía: “al amigo todo, al enemigo, ni justicia”. Sea como fuere, lo cierto es que el propio Sócrates intenta refutar la idea de idea de Simónides, al observar que perjudicar a los enemigos significaría hacerlos peores todavía y, de este modo, la justicia solo traería más injusticia. Interrumpiendo un interesante intercambio de abstracciones entre Sócrates y Polemarco, irrumpe un personaje que nos debería interesar sobremanera, a los fines de este artículo. El personaje se llama Trasímaco; Platón encarnó en él, la figura del sofista extremista, brutal, grosero, que no se come ninguna. Después de algunas buenas compadradas, se dispuso a verter su opinión respecto de la justicia: “la justicia no es otra cosa que lo que es provechoso al más fuerte”. Y, al quedarse esperando un aplauso que nunca llegó, prosiguió:


“en cada Estado, la justicia no es más que la utilidad del que tiene la autoridad en sus manos y, por consiguiente, del más fuerte. De donde se sigue, para todo hombre que sabe discurrir, que la justicia y lo que es ventajoso al más fuerte, en todos partes y siempre, es una misma cosa”.


Trasímaco esboza, al mismo tiempo, la idea de que la sumisión que realizan los hombres justos, buenos, es ridícula, porque los hace infelices, mientras la injusticia hace afortunado y feliz a quien la ejerce impunemente. No hace falta aclarar que estas son las ideas que retoma el liberalismo a posteriori, de la mano de Herbert Spencer, Adam Smith, y una larga lista de etcéteras, a saber, analistas de copetín, conductores de televisión, y viejas del barrio. Todos hijos del sapientísimo Trasímaco.


La Familia es una institución fundamental a la hora de pensar en el surgimiento del Estado históricamente y, por consiguiente, en su naturaleza y formas. El Estado se compone siempre de familias, y éstas siempre componen dos tipos de personas: esclavos y hombres libres. Pensemos acerca de la relación que existe entre la Familia y el Mundo Celestial. El Olimpo está conformado por una familia, cuyo líder y patriarca es canchero y varón, se llama Zeus, el Dios supremo de todos los dioses inmortales. Cada mañana, cuando la aurora de rosados dedos abría el cielo para libertar los caballos del Sol, todas las divinidades olímpicas se reunían en la casa de su jefe. Sentado muy muelle en un áureo trono, Zeus, su soberano y señor, las acogía en la sala más espaciosa de su bella morada. Agrupados en torno suyo como una familia en derredor del padre, los dioses saboreaban conjuntamente una alegría eterna. Y, para expresar con una imagen su inconcebible dicha, se decía de ellos que estaban sentados a la mesa de un festín perpetuo. Como viviesen en el seno de una beatitud constante, rara vez estos dioses descendían a la tierra. Cuando se les ocurría acercarse a los hombres, se manifestaban revestidos de figura humana o de forma animal, y casi siempre, por no decir siempre, era para darse dique y/o entreverarse con alguna ninfa plebeya. Salían de un paraíso, para meterse en otro.


La Familia de Zeus, las divinidades olímpicas, son seis dioses y seis diosas respectivamente. Los dioses eran: Zeus o Júpiter, Apolo o Febo, Ares o Marte, Hefesto o Vulcano, Hermes o Mercurio, Poseidón o Neptuno. Por su parte, las Diosas eran: Hera o Juno (la esposa de Zeus), Atenea o Minerva, Afrodita o Venus, Hestia o Vesta, Artemisa o Diana, Demeter o Ceres. El Dios de la francachela, Dionisos o Baco, fue tardíamente introducido en el Olimpo, y Hades o Plutón, aún siendo el hermano de Zeus y Poseidón, fue siempre el Dios del mundo subterráneo. Aquí, los dioses son más humanos, tienen cuerpo y cara, viven en familia, tienen pasiones, celos, cóleras, idilios con mortales, acidez.


El Cristianismo tiene otra idea al respecto. Dios es uno sólo y es, según San Agustín, “puro pensamiento”. No tiene Res Extensa, es perfecto y todopoderoso. Sin embargo, entre 1518 y 1520, el pintor renacentista Rafael Sanzio realizó un óleo en el que se puede apreciar la Sagrada Familia de la Iglesia Católica; José, María y el Niño Jesús en su regazo, acompañados por Santa Isabel y su hijo San Juan Bautista.


Pero dejemos el mundo celestial y volvamos al infierno metafórico que es la realidad. Tanto en el cielo como en la tierra, la Familia existe y su carácter desigual también puede apreciarse en la Grecia de los poetas, en la Italia renacentista, y en la Argentina de Clarín. Decíamos antes que la Familia está compuesta por hombres libres y esclavos -el señor y el esclavo, el marido y la esposa, el padre y los hijos- deberán estudiarse por separado estos tres órdenes de individuos para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor, después la autoridad conyugal, y, en fin, la generación de los hijos.


Sin embargo, sugiere el sabio de Estagira un cuarto elemento a tener en cuenta, que es la administraciòn doméstica o adquisición de la propiedad. Con respecto a la propiedad y al esclavo, Aristóteles dice que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumento, y el esclavo una propiedad viva. Solo que el operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida trabajar por sí mismas, como las estatuas de Dédalo, o los trípodes de Hefesto, que se iban solos a las reuniones con los dioses, si las lanzaderas tejieran por sí mismas, si el arco tocase solo la cítara, si el colectivo de la línea 160 se manejara solo, los empresarios prescindirían de los operarios y, los señores, de los esclavos. Como siempre, el maestro anticipando lo que vendrá luego. Un mundo en el que los trabajadores solo son un peñasco en el camino de la pérfida y cipaya casta de tilingos vendidos abyectamente al capital financiero, a la moralina burguesa, y al más ruin y miserable individualismo, propio de un sofista engrupido de mala muerte que se creé la medida de todas las cosas.


No cuesta adivinar en esto una clara influencia de Platón en Aristóteles. Si, en el dualismo entre el alma y el cuerpo, se impone la virtud, el alma, pues entonces lo mismo hará el señor sobre el esclavo, el hombre sobre la mujer, el propietario sobre el no propietario. En fin, el que manda y el que obedece. En palabras de Atahualpa Yupanqui:


“El trabajo es cosa buena,

es lo mejor de la vida;

pero la vida es perdida

trabajando en campo ajeno.

Unos trabajan de trueno

y es para otros la llovida”.


Sobre la esclavitud valdría decir lo siguiente: nadie en su sano juicio podría negar que muchos pasajes de la obra de Aristóteles son muy controversiales, pueden causar disgusto y cierto escozor; sus opiniones sobre la condición natural de los esclavos inherente a los bárbaros, sus opiniones acerca de la inferioridad de la mujer con respecto al hombre, incluso la comparación, varias veces mencionada, entre la mujer y el esclavo, en los tiempos que corren, no tienen asidero alguno. Por eso, es preciso recordar, que estamos hablando de alguien que nació en el 384 a.C., por lo que resulta totalmente ridículo, y de un anacronismo sin igual, pretender que anduviera por todo Atenas con el pañuelo verde en la mochila.


Además, no está nada mal pensar que hay gente que nació para ser libre y gente que nació para ser esclava. Pero no ya por su condición de bárbaro, ni de mujer, sino por el abismal grado de lumpenaje, diría Karl Marx, que maneja mucha gente, independientemente de su prosapia y/o su género. Cuando esos mismos obreros de los que hablamos antes, defienden a capa y espada a sus explotadores, a sus verdugos y, no contentos con eso, ponen en la función pública (en el Estado) a los candidatos que, el propio Aristóteles, denominaba como la versión putrefacta de la Aristocracia, cuando se refería a la oligarquía. Esa gente no sabe hacer otra cosa que arrastrarse, y es esclava por naturaleza. Aquellos que creemos en un mundo más igualitario, tenemos discusiones constantes acerca de qué hacer con esta parte de la población. Los hombres sensibles creen en el poder de la persuasión, que, por medio de la argumentación, pueden despertar en estas personas, relámpagos de conciencia social. Del otro lado, los racionalistas, dicen que tal cosa es una quimera. Y que, para vencer, hay que someter. Es un debate que quedará para otra oportunidad. Por ahora, me conformo con pedir perdón por la compadrada.


No pareciera muy difícil adivinar la configuración de la comunidad en aquel entonces. Tratemos de entenderla a partir de la Constitución de Hipodamo de Mileto. Hipodamo de Mileto, hijo de Eurifonte, inventor de la división de las ciudades en calles, que aplicaba al Pireo, y que, por otra parte, mostraba en su modo de vivir una excesiva vanidad, complaciéndose en desafiar la opinión pública, que lo censuraba por la compostura de su cabellera y la elegancia de su vestido. Su República se componía de diez mil ciudadanos distribuidos en tres clases: artesanos, labradores y defensores de la ciudad, que eran los que hacían uso de las armas. Dividía a la ciudad en tres partes, una sagrada, otra pública y la tercera poseída individualmente. La que debía subvenir a los gastos legales del culto era la porción sagrada, la que alimentaba a los guerreros era la porción pública y, la que pertenece a los labradores, la porción individual. Evidentemente tenemos aquì un antecedente del esquema de la Trifuncionalidad o tripartito, aquel que Georges Duby supo exponer con tanta maestría, en donde se puede ver como a cada ciudadano le es impuesto, al nacer, un determinado rol que deberá cumplir perpetuamente por el buen funcionamiento de la comunidad organizada. Los que rezan, los que pelean, los que trabajan.


Pero, siendo el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de muchas partes, un agregado de elementos, es absolutamente imprescindible indagar qué es el ciudadano, puesto que los ciudadanos son, en mayor o menor número, los elementos mismos del Estado. Los jóvenes que no han llegado todavía a la edad de la inscripción cívica y los ancianos que ya han sido borradas de ella, se encuentran en una posición casi análoga, unos y otros son ciertamente ciudadanos, pero no se les puede dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de los primeros, que son ciudadanos incompletos y, de los segundos, que son ciudadanos jubilados.


El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado. El hombre es político o no es. Evidentemente, el hombre es un zoon-politikón o, en su defecto, un ser degradado, un ídion (etimología, sospechada, de la palabra “idiota”).


Esta doctrina del Estado, socrático-platónica, aristotélica o, simplemente, historicista, es evidentemente antagónica de la doctrina contractualista, liberal o ilustrada, los cuales hacían del estado un ente surgido por convención humana; así como también antagoniza con la individualista cosmopolita sostenida por los cínicos. Estas últimas formas de pensar el Estado recobraron aliento con los llamados autores del Derecho Natural.


Según éstos, el Estado es un ente surgido por convención humana, por un pacto social, sus formas son mecánicas, está pensado para defender la libertad del individuo frente al poder; la variable central, entonces, es la libertad del individuo. Mientras que, para la visión historicista, las formas del Estado son sistémicas, está pensado para imponer la autoridad, el poder, por sobre la libertad del individuo.


Pensemos un poco acerca de esto último. Habíamos dicho que, la más alta forma de sociedad, había sido precedido cronológicamente por otras entidades cuya existencia puede ser verificada científicamente. Hicimos mención a la familia, el clan, la tribu, la religión, la propiedad y la aldea. Todas estas entidades tienen algo en común: la desigualdad. Todas estas entidades están basadas en la desigualdad. La desigualdad se hace presente, según Aristóteles, desde la primera de las asociaciones, entre el hombre y la mujer. Todos podemos cacarear que somos libres e iguales ante la ley, pero es una fatalidad del destino el hecho de que, todas estas asociaciones, nos hagan desiguales. Quedará para otro momento pensar en aquellos atorrantes que dedicaron su vida, a buscar una forma de terminar con estos mandatos y formas de dominación.


Si todas las entidades que precedieron al Estado tienen su sustrato en la desigualdad, ¿por qué el Estado va ser diferente?. El Estado está para sancionar esa desigualdad e imponérsela al individuo, a la familia, a la comunidad. Visto así, a uno le dan ganas de abjurar de cualquier tipo de estudio que tenga que ver con la política. Pero hay que tenerlo en cuenta, si uno quiere hacerse efectivo en el ejercicio del poder, o hacer triunfar una revolución porque, si la autoridad es despótica, entonces la rebelión contra esa autoridad debe ser igual o más despótica aún.


El Estado, desde su orígen, está pensado para sancionar la desigualdad en todas sus dimensiones; política, social y económica. El hombre libre, el esclavo, la familia, la comunidad, la religión, la propiedad, la aldea, le dieron forma al Estado, sin hacer mención a lo que Weber llamaba el monopolio último de la fuerza.


Hoy estamos viviendo una paradoja, de esas que sabe presentarnos la hija de Zeus y Mnemósine. Esa desigualdad de la que hablábamos, no sólo es sancionada desde arriba, desde el Estado, sino también desde abajo, desde la sociedad. La desigualdad goza de una doble legitimación, por parte de quienes la sancionan, y de quienes la padecen. Esas relaciones de poder, que exponía Aristóteles, no sólo existen en la actualidad, sino que disponen de legitimidad por parte del subordinado.


Ante este problema tremendo estamos todos nosotros. ¿Qué hacer? me preguntaría Vladimir Ilich Uliánov. Sinceramente, no lo sé. Como dijo Sócrates: “sólo sé que no cazo un fulbo”. Tengo algunas vagas sospechas, pero prefiero dejarlo para otra ocasión, o en manos de gente mejor preparada. Solamente me permito decir que esto no conduce a nada bueno, por lo menos para aquellos que creemos en alguna clase de justicia social. Todo esto nos producirá gravísimas consecuencias para el colectivo social. Volverán los viejos estamentos y, con ellos, la más cruel de las desigualdades. Seremos testigos de cómo los sueños de libertad, igualdad y fraternidad, son sepultados bajo una caterva de axiomas mediocres que no tienen por finalidad otra cosa que justificar el perverso accionar del hombre, el perverso accionar de la sociedad, el perverso accionar del Estado.


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