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El Egoísmo y la Pandemia Global

Por Silvano Pascuzzo


Amenazas a la Vida y el Retorno de la Comunidad

El Individualismo fue promovido al rango de “motor del progreso y del bienestar” a partir del siglo XVIII. Antes del triunfo definitivo de la Ilustración y de su hijo dilecto, el pensamiento liberal, las ideologías de todo género lo rechazaban como al enemigo número uno de la Comunidad. Nadie entre los antiguos hubiese osado sostener que, siendo egoístas, podíamos conseguir el bien común.

Es sabido que Aristóteles (322-384) fue el gran impugnador del “egoísmo” y quien mejor pudo fundamentar las potencialidades y beneficios de una vida comunitaria. La “Polis” era, para él, el espacio de realización humana por excelencia, el lugar donde los hombres – no los esclavos naturalmente y tampoco los bárbaros o extranjeros – se potenciaban en sus afanes y veían realizadas todas y cada una de sus aspiraciones.

Lo mismo ocurrió con los romanos, particularmente con Séneca (4 AC – 65 DC) y Marco Aurelio (121-180 DC), quienes veían en el “Imperium Romanorum” la síntesis de todas las realizaciones humanas, la cumbre de la obra política y cultural de la Ciudad del Tíber, como ordenadora del cosmos, del universo conocido. Los hombres de cultura, de saber, los “filósofos”, eran los que habían comprendido, para ellos, el valor del Ser Humano, más allá de su credo y su raza, el potencial unificador y salvador de ser parte de una “Communitas”.

Pero fue sin dudas el Cristianismo quien sintetizó mejor, en sus orígenes, la visión contraria a la del egoísmo, al condensar en un único cuerpo doctrinario la defensa de la Igualdad esencial de los hombres, y el carácter divino de sus almas. La “Iglesia” era precisamente la “Comunidad de los Santos”, de aquellos que, creyendo en la redención, confiaban en que Cristo resucitado había sido una herramienta de liberación para todo el orbe. San Agustín de Hipona (354-430) dejó escrita una formidable impugnación del egoísmo en su famoso tratado “De Civitas Dei”, escrito justo en el momento en que el orden romano se derrumbaba y la violencia, la muerte y la desesperación, rompían la vida comunitaria en mil pedazos.

Incluso el Liberalismo Clásico, en su versión política, con John Locke (1632-1704) entronizó al egoísmo como al origen de todos los males: robo, asesinato, desorden y anarquía. En Dos Tratados sobre el Gobierno Civil, el pensador inglés sometió a la Libertad al consenso de los iguales, los ciudadanos, dispuestos a resignar parte de su autonomía en manos del Estado, regido por la Ley Común, el Derecho de Gentes británico. Vivir en comunidad era, para él, la solución más práctica y razonable frente a las tendencias autodestructivas del Hombre natural.

¿Quién fue entonces el que convirtió al Individualismo en la panacea que hoy es pregonada por el pensamiento de las élites del mundo global? Sin dudas Adam Smith (1723-1790), en las páginas de su trabajo menos conocido pero no por ello menos esencial: Tratado sobre los Sentimientos Morales, de 1759. Allí, el filósofo escocés sostuvo, con absoluto desparpajo, la idea de que lejos de ser un problema para el progreso y cohesión de las sociedades modernas, el egoísmo podía ser el motor del desarrollo y el bienestar. Ahora, ser individualista era un mérito, que distinguía a los hombres capaces y laboriosos de quienes, detrás de la falsa doctrina judeo cristiana de la moral pública y el bien común, encubrían su pereza, irresponsabilidad y falta de iniciativa. Una premonición de los tiempos descarnados que vendrían inmediatamente después, con ese Capitalismo expoliativo y deshumanizado, que tan bien describiera Karl Marx (1818-1883), como bien lo ha destacado Lautaro Garcia Lucchesi en el número anterior de “Koinón”.

Y claro, fue Friedrich Nietzsche (1844-1900) quien, en “Genealogía de la Moral”, y basado en la única escuela griega que exaltara el egoísmo, la Sofista; inició el ataque de la Postmodernidad a todo pensamiento constructivo, ordenador, sistémico, en nombre de la Libertad, es decir, del ciego egoísmo del ser humano autosuficiente y autofundante, enemigo del Estado y por encima de toda construcción colectiva, comunitaria. Para el filósofo alemán, el Hombre fuerte no necesita de los otros para ser feliz, y concibe a la moral como un freno a sus pulsiones bárbaras y concupiscentes; símbolos de su fortaleza y capacidad.

La pandemia del Covid-19 reactualiza el debate sobre la Comunidad y exige un ataque en línea al egoísmo, como el principal enemigo de la vida. Ahora, nuestra existencia, débil y frágil, está amenazada por la muerte – “esa gran igualadora” como dijera sagazmente el gran Maximilien de Robespierre (1758-1794) – que sólo será vencida – provisionalmente claro – si nos unimos y trabajamos juntos – todos los hombres y mujeres de la Tierra – para impedir el contagio, frenar su avance y encontrar una cura. Ser Individualista es hoy sinónimo de ser criminal.

El tiempo que viene será sin dudas distinto. La exaltación del Yo encontrará límites objetivos en los Estados que, como representantes de la autoridad y del bien común, tendrán que subordinarlo al cuidado de la vida, limitando la Libertad para hacerla compatible con la Igualdad y la Solidaridad. El Neoliberalismo quizás encuentre, en ésta pandemia, los límites que nosotros, como ciudadanos, no fuimos capaces de ponerle cuando fue posible. Ahora es necesario, porque de ello depende nuestra existencia como especie.

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