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El concepto de Libertad en el pensamiento político moderno

Por Daniel Barbagelatta

El presente texto intentará abordar, en una breve sinopsis, una temática profusamente transitada, pero a partir de ejes de interpretación precisos que articulen y sinteticen la argumentación. Se buscará mostrar los alcances, similitudes y diferencias del concepto de Libertad en tres de los principales autores de la filosofía política moderna: Hobbes, Montesquieu y Kant. Se contrastará en principio el sustrato metafísico característico del pensamiento político moderno respecto al de la antigüedad y sus implicancias respecto a la libertad; se interpretará la representación de la libertad en los tres autores a partir de la clásica distinción de Benjamin Constant sobre libertad de los antiguos y de los modernos; y se relacionará finalmente estos diferentes conceptos de libertad con el expediente de la división de los poderes públicos.


Toda reflexión sobre la libertad y sobre la política se construye a partir de los cimientos de determinadas premisas antropológicas y ontológicas. No sólo es sobre este fundamento filosófico que las doctrinas (políticas o de otro tipo) deben ser comprendidas, sino que es la condición misma de su emergencia.


El sustrato metafísico de la era Moderna es sustancialmente diferente al de la antigüedad; por ello, a pesar de que los problemas y el lenguaje de la filosofía parezcan permanecer constantes, los alcances y significados son radicalmente distintos. El concepto de libertad no es una excepción a este respecto.


El pensamiento antiguo parte de premisas filosóficas que poseen rasgos de creencias religiosas. El ente en su totalidad es considerado un cosmos, un ordenamiento absoluto en que sus elementos tienen lugares fijos preestablecidos e inmodificables. El hombre es tan sólo un ente más, no goza de ningún privilegio en este ordenamiento del universo y está plenamente sujeto a sus leyes ineluctables, ante las cuales sólo pueden inclinarse. Como lo diría Spinoza mucho más tarde, el hombre no es un imperio dentro de otro imperio, no tiene leyes diferentes de las del resto de la Naturaleza.


Esta physis, este orden omnicomprensivo implica una jerarquización del ente, así como una naturaleza ética, dadas ambas de una vez y para siempre. La esencia del ente es su finalidad, su telos, y su potencia está previamente determinada. Son éstos los rasgos que constituyen la doctrina del derecho natural objetivo.


En este marco metafísico, se dibuja una antropología en que la libertad del Hombre tiene características muy diferentes a las que los pensadores modernos habrán de atribuirle posteriormente. En un orden natural inmutable y moral, la libertad humana, desde los ojos de un moderno, tiene márgenes terriblemente estrechos. El hombre sólo es capaz de actualizar la potencia que su esencia implica.


Las causas de la acción humana y la relación entre el Hombre y sus actos no poseen en la Antigüedad la linealidad que un moderno les atribuye. Si bien existe una evolución (en la que la emergencia de un derecho civil que reemplaza paulatinamente las tradiciones arcaicas y religiosas cumple un rol esencial) desde los tiempos de Homero, pasando por el siglo de los trágicos hasta la tradición socrática, en el sentido de una mayor determinación humana y psicológica de los actos, en toda la Edad Antigua se superponen permanentemente los planos humano y divino, en la que la noción de agente libre es muy precaria: aún no siendo siempre juguete de los dioses, el hombre está irremediablemente condicionado en su accionar por su carácter (no entendido en términos psicológicos sino de ethos) y por su daimon, su destino, inscripto en el orden cósmico y en la historia de sus antepasados. Desde ningún punto de vista puede atribuírsele al hombre antiguo algo así como una Voluntad, concepto que es esencial para definir la libertad moderna. 1


En el horizonte metafísico moderno, la libertad humana tendrá alcances completamente distintos. El fundamento absoluto es aquí una actividad creativa de un ente privilegiado: el sujeto yoico. El ser del objeto es su representatividad para un sujeto que, por ello mismo, es su artífice. El universo no es un orden dado previamente, sino que es el sujeto humano quien constantemente lo recrea a través de su facultad representativa, tornándose por esa misma operación en fundamento de todo ente, incluso de sí mismo. El hombre, en su cargo de representador creador, es el amo del ente, el universo es a partir de su actividad representativa. La posición del hombre implica ahora una libertad inconcebible para los antiguos, que surge de una Voluntad sin límites externos y no de un destino cósmico. Nada está previamente determinado, con lo que el orden jerárquico de la metafísica antigua se desintegra en la constante recreación subjetiva del mundo. La única certeza es la que el sujeto tiene de sí mismo (y luego del ente en general) a partir de su actividad representadora. 2


Es en este fundamento ontológico y antropológico donde arraiga la Doctrina del Derecho Natural Subjetivo y comienza la reflexión política moderna a través de Maquiavelo y Hobbes.


Uno de los rasgos del Iusnaturalismo moderno es la concepción binaria de un estado natural, pre político, en el que nada ordena las relaciones entre los hombres, y un estado civil, en que a través de un pacto los individuos se dan un Estado. Los pensadores políticos hasta el siglo XIX comparten esta matriz aunque, con el transcurso de la era moderna y la modificación tanto del contexto histórico como de las argumentaciones filosóficas, los matices y énfasis se irán transformando. En este marco se abordarán las doctrinas de tres autores analizandolas, en principio, desde la ya clásica distinción que efectuara Benjamin Constant a principios del siglo XIX.


Para el pensador francés, el gran error de los Revolucionarios fue confundir, por su formación clásica y a pesar de sus buenas intenciones, la libertad propia de los pueblos antiguos, con la que es recomendable e incluso viable en los tiempos y estados modernos. Al querer estatuir a finales del siglo XVIII un tipo de libertad que habían estudiado en los griegos y romanos, causaron enormes males a Europa.


Lo que Constant entiende por libertad antigua es “ejercer colectiva pero directamente muchas partes de la soberanía entera”. De de lo que se trata es de la participación en los asuntos públicos. Sin embargo, esta libertad pública, positiva, convivía con profundas restricciones a la libertad individual, privada, por parte de la autoridad política:


“admitían compatible con esta libertad colectiva la sujeción completa del individuo a la autoridad de la multitud reunida”; “entre los antiguos, el individuo, soberano casi habitualmente en los negocios públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas (…) Como porción del cuerpo colectivo cuestionaba, destituía, condenaba, despojaba, desterraba y decidía la vida de los magistrados o de sus superiores; pero como sometido al cuerpo colectivo podía llegar también la ocasión de ser privado de su estado, (…) y condenado a muerte por la voluntad discrecional del todo de que formaba parte”.


Esta relación entre libertades pública y privada se invierte en la Modernidad: “entre los modernos, al contrario, el individuo independiente en su vida privada, no es soberano más que en apariencia aun en los Estados más libres: su soberanía está restringida y casi siempre suspensa”.


En una época donde la esclavitud ya no provee los brazos para las labores materiales, es el propio ciudadano quien debe encargarse de los negocios, la generación de riquezas y el comercio, concebidos y organizados desde un horizonte individual y privado. El margen de dedicación disponible para los asuntos públicos, tenidos por los más elevados en la antigüedad, es en la era moderna muy estrecho: “nosotros no podemos gozar de la libertad de los antiguos, la cual se componía de la participación activa y constante en el poder colectivo. Nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada”. De aquí proviene la conveniencia y necesidad del sistema representativo, a través del cual “una nación se descarga sobre algunos individuos de aquello que no quiere o no puede hacer”.


Constant hace alusión incluso a la diferencia de horizonte metafísico señalada al principio de este trabajo como fundamento de la divergencia en el concepto de libertad: “los antiguos, como dice Condorcet, no tenían noción alguna de los derechos individuales. Los hombres no eran, por explicarme así, sino máquinas cuyos resortes y ruedas regulaba y dirigía la ley”; la antigüedad es referida como “aquellos tiempos en que las facultades del hombre se desarrollaban en una dirección trazada anticipadamente”.


No sólo prevalece en la Modernidad la libertad privada (no se puede pedir su sacrificio para establecer la libertad pública), sino que esta última es pensada como un medio para alcanzar y defender aquella; la participación del ciudadano tiene por objetivo la organización del poder soberano de manera tal que éste respete los sagrados derechos individuales; “la libertad política es la garantía y, por consiguiente, es indispensable”.


A partir de esta fundamental distinción, que anticipa la que en el siglo XX concebiría Isaiah Berlin, se puede abordar el tipo de libertad que postulan los autores estudiados.


Thomas Hobbes construye una antropología típicamente moderna que le da forma a su pensamiento político. El Estado no es una realidad dada sino que el punto de partida es el Hombre como átomo; él es lo inmediatamente dado y sólo posteriormente podrá integrarse en un cuerpo más complejo; el inicio está signado por la búsqueda de lo que es natural al hombre, antes de su vinculación con otro hombre y la composición del organismo social y político; por naturaleza, el hombre no es social. Con esto, no sólo la antropología sino incluso la metodología hobbesiana son propias de la era moderna.


Los hombres son seres con pasiones y virtudes pero que, contrariamente a lo postulado por la doctrina del derecho natural objetivo de la antigüedad, son prácticamente iguales entre sí; entre ellos no existe jerarquía de proveniencia cósmica ni diferencia de naturaleza, sino que poseen todos facultades mentales y físicas similares: “la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él”.


Esta igual naturaleza de todos los hombres implica que sus pasiones y virtudes son eminentemente las mismas; al ser sus inclinaciones iguales, todos desean objetos similares, por lo que se da una situación de competencia y lucha entre ellos: “De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden

disfrutarla ambos, se vuelven enemigos”


Surge un estado de guerra de todos contra todos en que cada hombre empleará su poder para obtener lo que desea, pero siendo todos los poderes y capacidades iguales, ninguno prevalecerá.

Este es el derecho de naturaleza, el derecho del hombre en estado natural, pre-político:


“La libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr este fin”.


Es este jus naturale el que implica el concepto de libertad para Hobbes: “ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen la parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere”. Desde la distinción de Benjamin Constant, se trata de una definición característica de la libertad “de los modernos”; una libertad de “no interferencia” en los asuntos y el poder del individuo, no de la posibilidad de participación en el poder soberano, que justamente en el estado natural en que el hombre goza de esta libertad, no existe. La libertad “negativa” es, desde el punto de vista lógico, anterior a la libertad “positiva”; precisamente, el surgimiento del cuerpo político que haría posible el concepto positivo implica para Hobbes una restricción a la verdadera libertad del hombre, la que goza en el estado de

naturaleza.


Precisamente, como libertad se encuentra en el ámbito del derecho (natural), la ley será necesariamente una restricción, una limitación del poder del individuo. El pacto por el que se crea el Leviatán es un renunciamiento del hombre a esa libertad absoluta: “derecho consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la Ley determina y obliga a una de estas dos cosas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad”.


En el estado en que goza de esa plena libertad “cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural (…) no puede haber seguridad para nadie”. La libertad hobbesiana implica un estado de guerra de todos contra todos en que nadie puede estar seguro de su vida y sus bienes. Es lo que existe antes de la instauración del estado civil, que este viene a limitar en aras a la seguridad.


Esta definición es moderna también desde el punto de vista de su raigambre metafísica; al ser la Voluntad del sujeto el origen y fundamento de la libertad y no un ordenamiento cósmico de orden ético, la libertad es absoluta y justamente en eso radica la problematicidad de la naturaleza del hombre cuando debe convivir con sus semejantes. El estado natural del hombre es uno en que es enemigo de los demás hombres con quienes se halla en una situación de guerra permanente, exactamente lo opuesto a la definición antigua del ser humano como “animal social/político”. El estado natural dado, es uno en que nada del orden de la comunidad existe, tan sólo los individuos; mientras que para Aristóteles “por naturaleza la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente anterior a la parte”.


En la segunda parte del Leviatán, donde Hobbes analiza no ya al hombre en forma individual sino al cuerpo político que puede constituir, vuelve a referirse a la libertad, esta vez para reflexionar sobre el tipo de ella que es posible en el estado civil.


Luego de definirla en términos generales, desde una óptica físico mecánica, como “la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento)”, precisa que “es un hombre libre quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea”. Pero ese tipo de libertad es incompatible con la existencia de un poder soberano, nacido para proteger a los hombres, que instaura leyes: “si consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden, como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas”; al reclamarla, los hombres ignoran que:


“las leyes no tienen poder para protegerles si no existe una espada (…) para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano”.


De todas formas, al ser el pacto un acto voluntario de los hombres, la autoridad instituida es el actor de aquellos autores, por lo que “no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia”. Mientras el soberano cumpla su misión, aquella de proteger al súbdito, éste le debe completa obediencia; el deseo de ejercer la libertad natural ilimitada atenta contra la autoridad y la existencia misma del soberano, minando así la seguridad del

súbdito.


A diferencia de Hobbes, para Montesquieu la libertad no es un atributo del hombre en estado de naturaleza sino que solo puede imperar, como potencialidad, en el estado civil. Sólo a partir de determinadas constituciones y dándose ciertas condiciones puede existir tal fenómeno.


Para tomar distancia del concepto hobbesiano de libertad, Montesquieu distingue expresamente entre esa idea y la de independencia; mientras ésta implica un “hacer lo uno quiera”, equiparándose con la libertad absoluta del estado natural, la libertad política que postula Montesquieu significa “poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer”. En un estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, libertad significa para Montesquieu la capacidad de actuar dentro de los márgenes que aquellas establecen.


A pesar de esta gran diferencia respecto a Hobbes, desde la distinción de Benjamin Constant, la libertad de Montesquieu es también una propia “de los modernos”. Ya no es absoluta e ilimitada, se encuentra encauzada por las leyes vigentes; ya no se da en el estado de naturaleza sino en el civil; pero sigue siendo una definición “negativa” de libertad, determinada por la “no interferencia” en el actuar individual y no con la posibilidad, característica de la libertad “de los antiguos”, de participar en los asuntos públicos. De todas formas, como se señalará a continuación, cierta forma de actuación pública funciona como garantía de esa libertad privada.


Señala el autor que la libertad política es una potencialidad que se actualiza cuando concurren determinados factores. De las formas de gobierno tipificadas en Del Espíritu de las leyes, a ninguna le corresponde por principio ni por naturaleza la libertad. Ésta está excluida de los estados definidos como despóticos mientras que en los moderados existe como posibilidad:


“La libertad política no se encuentra más que en los Estados moderados; ahora bien, no siempre aparece en ellos sino sólo cuando no se abusa del poder. Pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente la inclinación a abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites.


¡Quién lo diría! La misma Virtud necesita límites”. La libertad solamente es posible cuando quienes detentan el poder político no abusan de él y, para que esto no ocurra, se necesita un “freno”. Pero lo que debe ser frenado es de naturaleza tal, que sólo puede serlo por un opuesto de igual naturaleza: “para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”.


Es llamativo que, en una extensa obra que trata con notable profundidad la naturaleza de la ley, aquello que restrinja al poder no sea ello mismo una ley sino otro poder. Tal limitación es postulada como una “mecánica” o una “física” de poder, con mecanismos para balancear y contrapesar poderes; es el origen de la doctrina de los “frenos y contrapesos” que formularán posteriormente los artífices de la constitución norteamericana.


La constitución, por lo tanto, debe establecer los mecanismos para que exista un “equilibrio de poder” sin el cual no será posible la libertad política. Para ello, es necesario que las tres facultades que siempre se han reconocido en el Estado, no sólo estén institucionalmente separadas, sino que señalen cada una los límites de las otras: “la libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exista la libertad es necesario que el Gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro (…) Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre los particulares”.


El autor señala que no es necesario remitirse a estados antiguos ni proyectar otros futuros para observar una tal constitución, sino que existe una a él contemporánea: la constitución de Inglaterra, donde un hombre puede tener incluso “tantos enemigos como cabellos tiene en la cabeza, que no le pasaría nada”.


Se aprecia que, para Montesquieu, la libertad va íntimamente unida a la seguridad (o la opinión de ella) que cada individuo tiene, lo que marca otra gran diferencia respecto a Hobbes, para quien la seguridad de la vida y de los bienes sólo puede ser lograda renunciando a la libertad ilimitada que el hombre tiene por naturaleza; en efecto, mientras que la libertad corresponde al estado natural, la seguridad se logra solo en el estado civil. Es el afán de seguridad el que induce a los hombres a pactar.


En el Libro XII de Del espíritu de las leyes, Montesquieu analiza la libertad no ya respecto a la constitución del Estado (en el que solamente puede existir si existe distribución de los tres poderes) sino en relación a los demás ciudadanos; es desde este punto de vista que la libertad política: “consiste en la seguridad, o al menos en la opinión que se tiene de la propia seguridad (…) dicha seguridad no se ve nunca atacada como en las acusaciones públicas o privadas. Así pues, la libertad del ciudadano depende principalmente de que las leyes criminales sean buenas”.


La libertad depende entonces, por un lado, en la constitución del Estado y, por otro, en sus normas penales. Ella existe, por lo tanto, sólo a partir de la Ley; es en este punto en el que Montesquieu se vincula con el pensamiento republicano. Opuesta es la perspectiva de Hobbes, para quien, como se señaló, la Ley es una limitación de la Libertad.


Esta divergencia entre ambos autores respecto no sólo a la esencia de la libertad sino a su ubicación dentro de la matriz del derecho natural subjetivo (estado de Naturaleza, estado civil), redunda en una diferente postura respecto a la división de los poderes del Estado. Como se acaba de indicar, Montesquieu hace de ella una condición de posibilidad de la libertad, mientras que para Hobbes el poder público debe ser absoluto (independientemente de la forma de gobierno que ostente) para que subsista el Estado como tal; la división entre poderes del Estado, tal como la que observó entre la Monarquía y el Parlamento de su tiempo, redundará para el autor inglés en una vuelta al estado de naturaleza en que rige la guerra de todos contra

todos.


Siguiendo la metáfora frecuente en su tiempo, Hobbes compara al Estado con un cuerpo viviente. Como cualquier ser vivo, existen enfermedades que pueden llevar al Leviatán a la muerte, la mayoría de las cuales se vinculan con doctrinas y prácticas que limiten la autoridad soberana o induzcan a los súbditos a desobedecerla. Además de las ya citadas que pretenden que el individuo no renuncie a la libertad que posee en el estado natural, existen otras para las cuales “el soberano poder debe ser dividido. Ahora bien, dividir el poder de un Estado no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes se destruyen mutuamente uno a otro”.


Mientras que para Montesquieu, imbuido del espíritu ilustrado de su época, los poderes deben dividirse para limitarse y hacer así posible la libertad del ciudadano, para Hobbes esa división implica la destrucción del poder soberano y la vuelta al estado de guerra de todos contra todos; la división de poderes atenta contra la paz y la seguridad: “aunque respecto a tan ilimitado poder los hombres pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son mucho peores”. En tanto que para Montesquieu la libertad es algo que el Estado, de acuerdo a la constitución que se dé, puede hacer posible, para Hobbes es un problema de la naturaleza humana que el Estado, como artificio y creación, debe solucionar.


Finalmente, un breve señalamiento sobre las reflexiones de Kant en materia de libertad. Su punto de partida es análogo al de Hobbes: “El estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de guerra”. Sin embargo, el ser humano tiene disposiciones innatas cuya actualización progresiva hace que vaya elevando su estatus a través de tres estadios: el de la animalidad, basada en las necesidades inmediatas; el de la humanidad, en que se pasa a vinculaciones mediatas cuyo paradigma es el intercambio comercial; y el de la Moralidad o Personalidad, que orienta la historia hacia la libertad, y requiere el sometimiento al derecho público, es decir, al Estado.


La libertad pensada como obediencia a sí mismo se vincula con el trato con las cosas y a través de ellas, con los otros hombres, es decir, una relación en calidad de propietarios. Pero para que la propiedad de cada uno sea reconocida y respetada es necesaria la instauración de un Estado civil que garantice su derecho. A diferencia de Locke, para Kant no se es propietario antes de la instauración del estado civil, sino precisamente a partir de éste.


Sin embargo, para que el Estado garantice esta libertad, debe darse una Constitución republicana que implica dependencia e igualdad de los súbditos hacia una legislación común. La libertad jurídica no puede definirse como “la facultad de hacer todo lo que se quiera, con tal de no perjudicar a nadie” sino como “la facultad de no obedecer ninguna ley exterior sino en tanto cuanto he podido darle mi consentimiento”; junto con la igualdad y la dependencia (a una misma legislación), son derechos innatos que pertenecen a la humanidad y cuya validez “queda confirmada y elevada por el principio de las relaciones jurídicas del hombre mismo con entidades más altas al representarse a sí mismo como un ciudadano de un mundo suprasensible”.


La república implica “dar consentimiento” a la ley que el súbdito debe obedecer; sólo así es libre. Siguiendo a Montesquieu, Kant postula que “el republicanismo es el principio político de la separación del poder ejecutivo del legislativo”. Para que esta condición se dé, la forma de gobierno debe ser necesariamente representativa; la democracia, por el contrario, será:


“necesariamente un despotismo, porque funda un poder ejecutivo donde todos deciden sobre y, en todo caso, también contra uno (quien por tanto no da su consentimiento), con lo que todos, sin ser todos, deciden; esto es una contradicción de la voluntad general consigo misma y con la libertad”.


En oposición a Rousseau, la Voluntad General, si no quiere transformarse en un despotismo que destruya la libertad, debe delegarse en un número reducido de representantes. El Derecho, garante de la libertad, solamente es compatible con un gobierno representativo.


La libertad como autodeterminación racional del hombre exige, por tanto, desde el momento en que convive con sus semejantes, la garantía del derecho; y es a este fin que se orienta el estado civil. Una vez en él, el ciudadano ve sancionada su libertad en la medida en que consienta, mediante los mecanismos representativos, en la ley que habrá de obedecer.


No significa esto que Kant omita la dimensión privada, a la que están remitidas las cuestiones referidas a “la vida buena” y la felicidad, ampliamente tratadas por la reflexión antigua. Incluso una arista de la libertad implica que “nadie puede obligarme a ser feliz de una cierta manera (…) cada uno, por el contrario, debe poder buscar su felicidad por el camino que le parece bueno”.

Por otra parte, distingue, en su “Respuesta a la pregunta ¿Qué es el Iluminismo”, entre un uso privado de la razón, aquel que ejerce una persona a quien se ha encargado una función civil, y un uso público, “aquel que cada uno hace, en cuanto a docto, delante de todo el público del mundo de lectores. El primero debe ser “a menudo limitado, sin que ello signifique trabar el progreso del Iluminismo”, mientras que el segundo, que corresponde a los integrantes de la république des lettres, goza de una libertad ilimitada.


Por esta articulación de las dimensiones pública y privada, parece contener el pensamiento de Kant también dos dimensiones de la libertad, una correspondiente a la protección del ámbito privado del ciudadano, y otra vinculada con el consentimiento con la ley que habrá de obedecer y la participación en los mecanismos republicanos.


La primera sería un tipo de libertad “negativa”, emparentada con la “de los modernos” y la tradición liberal, mientras que la segunda implicaría una libertad “positiva”, cercana a la “de los antiguos” y a la tradición republicana.


Sin embargo, el peso de ambas dimensiones parece no ser el mismo. El Derecho goza, en la reflexión kantiana, de una centralidad incuestionable y sin la instauración del estado civil que aquel implica, el reconocimiento mutuo de la personalidad de los hombres que posibilita cualquier forma de libertad sería imposible.


Si bien es cierto que, a diferencia de Rousseau, Kant niega la participación directa de la Voluntad General (término que él también emplea), los mecanismos representativos no dejan de ser una forma de intervención y consentimiento en la legislación; mecanismos que constituyen uno de los rasgos distintivos del gobierno republicano, único en que la libertad es posible.


El progreso en el camino hacia la libertad se dirige a la creación del Estado, artífice y garante del Derecho. A éste le es consustancial la Publicidad, siendo la fórmula trascendental del derecho público que “son injustas las acciones que se refieren al derecho de los hombres cuyos principios no soportan ser publicados”. A partir de ello es posible interpretar que, en el pensamiento de Kant, la esfera pública de la libertad goza de una cierta preponderancia respecto a la privada.


Con este trabajo se ha pretendido señalar algunos de los aspectos esenciales, así como matices, contraposiciones y variantes, que la idea de Libertad ha cobrado en la reflexión política moderna, tanto a partir del sustrato metafísico que le es propio a esta Era en oposición a la antigua, como desde la perspectiva de la división de poderes y la distinción entre una concepción positiva y otra negativa.

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