Por Elías de la Cera

En la tarde del 26 de Julio de 1952, la entonces Primera Dama de la República Argentina, María Eva Duarte de Perón, tendida en su lecho, enferma de cáncer de cuello uterino, piensa antes de morir:
Rosarios, velas, antorchas, plegarias y llantos
presienten el final de mi larga agonía.
El incesante dolor que me mantiene viva
se convierte, lentamente, en la fria muerte
que alivia mi cuerpo joven, enfermo y cansado.
El primer sentimiento encontrado, la indignación
frente a la injusticia. El errado sueño de ser artista.
Los versos recitados que propiciaron mis dramáticas
sentencias. La solitaria noche de verano en la que el amor fue fruto de la tragedia.
La infatigable obra de gobierno.
Todo termina, mi ruinosa cara
mira hacia arriba esperando el milagro que no llega.
En mi último día descubro que el universo y la
muerte están plagados de ausencia, conmigo
no hay nadie y pronto ni siquiera estaré yo misma.
En vano los privilegiados, los prodigios, los héroes,
corren el albur de la riqueza y la inmortalidad.
No existen mayores símbolos de igualdad que la
infinita ausencia y la irrevocable muerte.
¿Por qué Dios me confiere este destino de hierro?
¿Por qué son en vano las plegarias de mi pueblo?
En mis noches de insomnio tiendo a pensar
en el destino fatal que les aguarda a los nobles.
Mis pies y mis manos intuyen el Cáucaso
y las cadenas. Mil aves de rapiña aguardan arrancarme
la carne y devorarme las vísceras. No me importa.
No le temo ni a un Dios avaro, ni a sus
carroñeros esbirros. Yo he conocido el peor
de los infiernos; el sufrimiento ajeno.
Busco a mi amor y no lo encuentro, veo
mi rostro en un espejo; me averguenzo.
La última lágrima, el último lamento.
Al fin mi destino me convertirá en un símbolo
de una fé destinada a obrar por la felicidad
del otro, única forma de eternidad,
a despecho de mí propia vida, cuyo anticipado
punto final, acaba de escribirse.