Por Silvano Pascuzzo
Hay un viejo sueño en la Política: el de la “unanimidad”. Se remonta a los orígenes del Estado, en tiempos de transición desde una sociedad de cazadores y recolectores, a otra agrícola y urbana. El Rey aparecía entonces como la encarnación de la única fuente de autoridad legítima: Dios o los Dioses. Toda fuerza disidente tenía que constituir un peligro para la deidad y, en ello, la represión y el combate a la disidencia eran claves. Durante siglos, el vasallaje y la subordinación fueron la norma para la consolidación del orden.
Pero desde 1776 y 1789, esa aspiración no ha parado de retroceder. Cada día, su concreción se torna menos viable. Y la dilución de los vínculos entre los hombres, en medio de un torbellino de cambios y transformaciones, ha sido – sin dudas – la característica principal de la Modernidad. Ahora añoramos la estabilidad de otros tiempos, y nos resistimos al vértigo de una vida sin límites ni parámetros creíbles y respetados por una mayoría sólida de hombres y mujeres respetuosos de la Ley. La anomia y el descreimiento son, hoy día, los dos elementos más esenciales de la cultura contemporánea: eso que Friedrich Nietzsche (1844-1900) popularizara con el nombre de “Nihilismo”.
El triunfo del atomismo filosófico, del Liberalismo es, en gran medida, responsable de ese sentimiento de desamparo y hasta de desesperación. Como John Locke (1632-1704) lo intuyera magistralmente, la Libertad sin orden, sin límites, conducía al triunfo de los más fuertes, o sea, del caos y la anarquía. El Gobierno Civil – la Comunitas Cristhianae – era, para éste hijo de pastor anglicano, una necesidad ineludible, para poner bajo resguardo los derechos inalienables de los seres humanos. La Libertad tenía, por tanto, un lado perverso, paradojal; podía conducir a la injusticia y al crimen, tanto como la Tiranía.
En una palabra, no hay orden sin conflicto, y la lucha entre intereses diversos – cuando no antagónicos – formaba parte, en la visión de Locke, de “la Naturaleza Humana”. Equilibrio pasó a ser la palabra clave, en el largo camino de las sociedades hacia la Igualdad. Como bien lo resaltara Alexis de Tocqueville (1805-1859), ese agudo observador de los cambios ocurridos en el Mundo después de la tormenta revolucionaria. La muerte de reyes en un cadalso, la destrucción del poder omnímodo de la Iglesia, y la confiscación de la aristocracia constituyeron el punto de partida para la erección de una dinámica social que, por definición, no podría ser más que inestable y difusa en sus marcos de referencia.
Incluso los revolucionarios, desde Robespierre (1758.1794) hasta Marx (1818-1883), han sufrido de nostalgia frente a la muerte del orden, El Jacobinismo y el Socialismo propusieron la destrucción de la Sociedad Aristocrática y del Capitalismo, respectivamente; proponiendo siempre un sistema alternativo, más o menos lejano. La estabilidad debía ser recobrada en otros términos, superiores y más humanos, pero siempre orgánicamente definidos por la prosecución de la Paz y la Justicia, presididas por normas de conducta individuales y colectivas, que evitaran el desorden y la disolución de la Comunidad.
De algún modo, los temores que más nos perturban siguen siendo los que nos genera la incertidumbre y la falta de certezas sobre el futuro. Lo que no queremos – pese a la prédica brutal de Nietzsche – es precisamente “vivir peligrosamente”. El bienestar es sinónimo de estabilidad, y el cambio debe limitarse a los campos políticamente neutros de la estética y la tecnología. La idea de “consenso”, tan cara a politólogos de renombre como Giovanni Sartori (1924-2017), Arendt Lijphart (1936) o Norberto Bobbio (1909-2004); no es más que el deseo de un liberalismo democrático, de dotar al Estado de cierto marco de previsibilidad y de argumentos para la defensa de la Libertad en medio del conflicto de intereses.
Ahora bien. Los momentos difíciles que transita el Mundo ponen otra vez en discusión las formas de ejercicio de la autoridad y, con ello, la viabilidad de algún tipo de acuerdo mínimo entre los hombres, que haga posible cierta estabilidad y cierto orden. Y claramente, la respuesta que desde aquí, desde Argentina, podemos dar es ya conocida: la formuló claramente el ex Presidente Juan Domingo Perón (1895-1974) cuando, bajo el concepto de “Comunidad Organizada”, intentó dar forma a una Democracia Social que conjugara, en un mismo sistema, conflicto y consenso.
La política era, para el Líder Justicialista, antes que nada, lucha y contraposición de intereses; pero también armonización de los mismos en pos del “Bien Común”. Siguiendo en ello a Santo Tomás de Aquino (1225 -1274) y, fundamentalmente, a Aristóteles (385-323 a.C), nos instó en infinidad de oportunidades a construir vínculos orgánicos sólidos, que procesaran en el interior de “instituciones formales y comunitarias libres” las pujas entre sectores, transformándolas en un equilibrio respetuoso de la diversidad, pero a la vez de la autoridad indiscutible del Estado, como expresión bifronte del Pueblo y de la Nación. Y recordamos estas opiniones de Perón porque parecen haber sido olvidadas por una parte importante de la dirigencia política que busca, en un Liberalismo ortodoxo o en una Socialdemocracia herbívora, recetas que han demostrado su fracaso en los cuatro rincones del globo. Afirmar una Identidad es, ante todo, saber elegir las correctas inspiraciones que conduzcan al juicio práctico, hacia la resolución efectiva de los problemas sociales. Eso que algunos, todavía, denominamos “Doctrina”.