Por Silvano Pascuzzo
La vida de un hombre puede contarse de muchos modos distintos. La de los Héroes, con su legado y la fuerza de sus improntas indelebles en el futuro de los pueblos y de las naciones, se nos trasmite mediante la sacralización de sus actos, sus costumbres, sus proezas. Ninguno de ellos puede sustraerse a tan fatal destino. Y a Simón Bolívar (1783-1830), todos lo recordamos como “El Libertador”, un mito y una leyenda, para la América del Sud.
Mi generación, tiene a Bolívar como un nombre más, entre otros muchos, en un libro de texto. Acaso para muy pocos de nosotros, sea un patriota y un gran soldado, incluso parte de la letra de una conocida canción de Silvio Rodríguez, en homenaje a la ya fenecida Revolución Nicaragüense de 1978. Una estampa, serena y hercúlea, en la revista Billiken, expulsando a un José San Martín (1778-1850) cabizbajo y triste, en la reunión memorable a orillas del Guayas.
Debo confesar que mi admiración profunda por Bolívar me fue inculcada por dos personas. En primer lugar, por Don Alberto Methol Ferré (1929-2009), quien en una charla organizada por algunos compañeros, en el viejo edificio de la Revista Línea, ubicado en la intersección de Corrientes y Suipacha; nos recomendó – a todos los presentes – el estudio de la vida del Gran Caraqueño, como parte de un ejercicio de Patriotismo Latinoamericano. Charla que siempre conservaré en mi memoria, como un tesoro que debe necesariamente ser salvado del olvido. Y, en segundo lugar, por Jorge Osvaldo Furman (1943-2019), quien en sus clases de Historia de América Latina, en la vieja Facultad de Sociales de la USAL, le diera un papel protagónico, “como revolucionario y como político”. Aún conservo intactas las fotocopias de ese clásico de la Historiografía del Subcontinente, que fuera: El Proyecto Bolivariano, de Washington Reyes Abadie (1919-2002), texto que he estado repasando en estos días, como material para la presente nota.
Dicho esto, quisiera empezar afirmando que, a mi entender, los grandes hombres, por ser eso: hombres; no están ni exentos de errores, ni carentes de debilidades. Por eso nunca me ha gustado la imagen que, desde Venezuela, el Gobierno Popular de ese país – al que apoyo y defiendo, que quede claro – ha difundido por el Mundo, del Libertador. Bolívar nunca la hubiese suscrito, porque es simplista, unilateral y, sobre todo, inexacta. El hombre en cuestión, reducido a un retrato, a una evocación, al monocorde folklore de la política; deja gusto a poco, o mejor dicho, a casi nada.
Don Simón fue, como muchos otros, un liberal convencido; un amante de la Libertad. Admiraba a Gran Bretaña – la que fuera su única e incondicional amiga – a la que no vio nunca como una amenaza para la integridad territorial de América. Por el contrario, acertó al verla como interesada por la complementación económica, a cambio de protección política, frente a la Vieja Europa, conservadora, monárquica y absolutista.
Al mismo tiempo, habrá que decir que, gran parte de sus desengaños, pasaron, precisamente, por la discordancia entre sueños y realidad, entre las brillantes abstracciones de la Filosofía y la dura ingratitud de la Política. Fue el sino de una generación de reformistas ilustrados, esa desesperanza amarga de la derrota y esa febril desesperación ante la adversidad y los obstáculos. Como constructores de naciones, fracasaron rotundamente. Eso es un hecho comprobado y, a estas alturas, incontrastable.
Bolívar soñaba con la “Unidad de los Pueblos” desde el Caribe a la Patagonia; sueño que no hemos podido aún concretar; y que fatalmente no pudo ver, ya que, en sus años finales, los particularismos y las disputas entre facciones destrozaron la grande obra de la emancipación. Francisco de Paula Santander (1792-1840), José Antonio Páez (1790-1873) y Bernardino Rivadavia (1780-1845), expresaron las aspiraciones hegemónicas y, al mismo tiempo, sectarias, de las clases dirigentes americanas, temerosas de la movilización popular emanada de la guerra, y preocupadas solamente por la realización de sus objetivos empresariales y económicos, asociados a la Libertad de Comercio. Bolívar cayó víctima de trapisondas y maniobras rastreras, que son el pan de cada día de la militancia política práctica. Despreció a los corruptos y a los hombres pequeños de espíritu, desde unas alturas que fueron visualizadas por muchos – incluso por sus amigos – como soberbia y ambición desmedida; cuando sólo era la actitud que asumen los seres humanos inteligentes, ante la incomprensión y el egoísmo.
Tardíamente, a diferencia de San Martín, Bolívar visualizó las complejas tramas existentes al interior de los grupos de poder locales; y la única salida que supo encontrar, fue la Dictadura; una salida en la que creía poco y de la que, en su fuero íntimo, no esperaba nada bueno. En un gesto de despecho, debido a su grandeza y a su descomunal falta de ambición, quiso imponer a Antonio José de Sucre (1795-1830) como sucesor, para, acto seguido, enterarse, ya al pie de la tumba, de su horrible asesinato, planeado y realizado por sus enemigos, temerosos de que su leyenda se prolongara en la figura prometedora de su más dilecto hijo.
Y ese doble fracaso – el de la construcción de un Estado y de la imposición de una fórmula efectiva de sucesión – entregaron el terreno a quienes, enancados en su obra, suprimieron las esperanzas libertarias de los oprimidos, para erigir en su lugar, el dominio de los ricos y los notables. Esa tragedia, que es la de todos nosotros, se prolonga en el tiempo a lo largo de dos siglos de injusticia y opresión. Repensar los límites posibles de ese sueño, las posibilidades efectivas de su realización; es, a mi juicio, una de las grandes lecciones a sacar de la vida del Libertador.
Ocurre, ante todo, que resulta difícil aceptar que una figura de esa envergadura ética y esa capacidad intelectual y militar, haya sido apenas un idealista desencantado. Nadie quería la unidad. Nadie soñaba con la emancipación de los humildes y con la Igualdad. Nadie creía en serio, en los desafíos que implicaba “asomarse detrás de lo que había después de la Libertad”. Cuando debió ser inflexible e implacable, se mostró el Libertador contemporizador y moderado; y cuando debió negociar, se puso a pelear por rutilantes admoniciones, que estaban lejos de constituir los fundamentos de una eliminación quirúrgica de sus enemigos, a los que permitió más de lo que “cualquier tirano” les hubiese permitido. Cuando éstos descubrieron esa nobleza y ese idealismo, lo destruyeron sin piedad ni respeto por su legado y su figura.
Ese destino, triste y penoso, de un Hombre Grande, aunque en ocasiones débil y temeroso, perseguido por mil fantasmas – desde el desamparo de la niñez a la nostalgia del amor que le fuera tan esquivo – debe generar, en nosotros, un respeto mayor por las dificultades inherentes a los asuntos políticos. Cambiar la realidad es muchas veces una necesidad ineludible; pero, al mismo tiempo, un desafío enorme para quienes se animan a encarar semejante desafío. Los límites entre la necesidad y la virtud, se hacen aquí presentes, con toda su imperiosa y terrible solidez.
Al mismo tiempo, Bolívar fue un revolucionario y un reformador social. Creía en la convivencia armónica entre las etnias y las castas heredadas de la Colonia; en la Igualdad y en la extensión de derechos a mujeres, indios y negros. Para él, la política era un instrumento para que la gente común transformara sus vidas, prosperara, disfrutara de los placeres cotidianos y fuera feliz. No fue egoísta, dió su fortuna por la Patria; y la Patria era, en su concepto, los Pueblos, protagonistas últimos de la Historia y de las grandes epopeyas.
Cuando tuve la idea de escribir ésta nota, breve y humilde, pensé en la similitud de los desafíos que él afrontara, con los nuestros. Hay un proceso de globalización que presiona sobre nuestras naciones e intenta subordinarlas a los intereses del Capitalismo más voraz; existen divisiones entre las dirigencias y los pueblos en torno a cuestiones que, a priori, parecen pequeñas, pero que expresan intereses económicos y egos políticos de enorme peso en la modelación de la realidad, que no se deben nunca despreciar ni subestimar; y, sobre todo, perduran desigualdades enormes entre ricos y pobres, hombres y mujeres, blancos y morenos, en la dilatada geografía de nuestro continente, las mismas que el Libertador denunciara e intentara mitigar. Bolívar es, hoy, muy actual. Es casi nuestro contemporáneo.
Pensar a Bolívar implica, entonces, revalidar sus sueños en un contexto distinto y bajo condiciones diversas a las de su época. Exaltar su pasión por la Libertad, no es enarbolar esa seca consigna de los neoliberales, sino una bandera destinada a ser exhibida con orgullo por todos y todas. Es admirar sus hazañas, para imitarlas desde nuestro pequeño lugar de lucha, aspirando a reeditarlas con la suma de los esfuerzos colectivos. Es aprender de sus errores y de sus fracasos, para no repetirlos. Es amarlo y respetarlo como uno de los grandes arquetipos de la Humanidad: valiente, corajudo, desprendido y sabio; pero también opaco, solitario, temeroso y, a veces – muy pocas veces –, mezquino. Es gritar su nombre con orgullo y con devoción, con la pasión de sus ideales y la fuerza de su brazo gallardo y poderoso. Es repetir una y otra vez: Viva Simón Bolívar, Héroe de nuestra América. Presente, ayer, hoy y siempre.