Por Silvano Pascuzzo
Argentina tiene, desde sus orígenes, y por decisión del autor de nuestra Carta Magna, un “Federalismo espurio”, que exige del Poder Nacional, el uso de herramientas de disciplinamiento de los liderazgos locales, a través de múltiples mecanismos, que van desde los aportes fiscales hasta la intervención federal. Ese poder central se materializa en la figura de un Presidente fuerte, que lidera, y no que coordina; un Jefe de Estado que hace cumplir las leyes emanadas de su autoridad, por encima de las fronteras interprovinciales y las pequeñas reyertas de caudillos. A eso debe su existencia la Nación Argentina desde 1862.
Hay que saber un poquito apenas de Historia, para no repetir como canario, el versito de las “autonomías” regionales, que fue siempre el caballito de batalla de quienes esconden, en ese vaporoso canto de sirenas, la preservación de intereses faccionales o de grupo. El Doctor Juan Bautista Alberdi explicó estas cuestiones, con enorme solvencia y claridad, a lo largo de su vida de intelectual y teórico; por lo que cualquier profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires debería saberlo.
Permitir a Jujuy, Mendoza, Santa Fe o la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que hagan, en materia de lucha contra el COVID-19, lo que se les cante, es un acto de abdicación del Poder Presidencial, muy peligroso. Con la excusa de cerrar una “Grieta” que sigue tan abierta como “Las Venas de América Latina”; los gobernadores de las provincias aludidas y el jefe de gobierno porteño, han sido autorizados, por el Presidente de la República, a hacer y deshacer sin control ni concierto, permitiendo que el virus – antes concentrado en el AMBA – se extendiera por todo el territorio del país.
Uno comprende que en Democracia haya que dialogar, pero eso no implica que no haya que mandar. La autoridad es tal, cuando logra hacer efectivo su capacidad de ordenación en el cuerpo social; y eso, además de legitimidad, requiere de una alta dosis de determinación. Max Weber, un sociólogo que de profesión también era abogado, escribió éstas consideraciones, luego de explicar en detalle, en múltiples artículos y libros, los efectos perniciosos que en Alemania había tenido un Federalismo amorfo y claudicante.
No se trata aquí, en un momento como el que estamos transitando, de debatir ideas desde la máxima magistratura del Estado, sino de conseguir que las políticas públicas sean exitosas para la mayor parte de los argentinos y argentinas. Contemplar y armonizar intereses no implica abjurar del Poder institucional y sistémico, al que se tiene derecho, luego de ganar una elección. Auto inhibirse es – al menos en Argentina – una actitud suicida. La población y los actores corporativos, suelen recibir muy mal las sugerencias tímidas y vacilantes de los poderes públicos; generando, con esa mala predisposición, escenarios aptos para la proliferación de conductas hobbesianas.
Desde esta humilde tribuna, venimos insistiendo en la necesidad de que el Presidente Fernández abandone esa visión naif y edulcorada de la Política; y comprenda que gobernar no es lo mismo que coordinar un taller en un aula de la UBA, o departir amigablemente con periodistas concesivos, en un set de televisión. Gobernar es persuadir, pero también coaccionar y obligar. Y para eso, hay que tener una disposición de ánimo que contemple el conflicto y la lucha, tanto como el acuerdo. Nicolás Maquiavelo, en El Príncipe, un libro de 1512 – y que tengo entendido también leen los abogados, sobre todo si son peronistas – explicó la diferencia entre la Moral individual y la Moral política; aduciendo que no puede el Gobernante creer en las buenas predisposiciones de los hombres, si desea mantener el principio de mando y obediencia, como precondición para la existencia del Estado, el orden y la prosperidad.
Nos parece, en consecuencia, que se está transitando este momento difícil con una ingenuidad peligrosa, y con un discurso y una composición de lugar equivocados. Se prometen cosas que no se cumplen; no por imposibilidad fáctica, sino por auto percepción de la propia debilidad, que asombra en un individuo con tantos años de experiencia en el mundo de la política. Alguien debe decirle, al Señor Presidente, que la fuerza que lo llevó a ocupar su cargo, se construyó confrontando con los poderes sectoriales y facciosos, que anteponían, y anteponen, su interés al del conjunto. Trabajó al lado de Néstor Kirchner, pero evidentemente sufre del “síndrome del asno del Mariscal de Sajonia”, que, como contaba el General Perón, estuvo en mil batallas y cien campañas, sin aprender una palabra de estrategia.
Esperamos que se considere que no hay mucho resto en las alforjas del capital político conseguido en las urnas. En apenas 10 meses, el adversario no sólo se recompuso y obtuvo tiempo para acomodarse y darse una estrategia; sino que toca a rebato, intuyendo que tiene posibilidades de retornar al gobierno, gracias – en gran medida – a las vacilaciones y a las dudas de nuestro “Hamlet” vernáculo. Cuando uno ejerce la autoridad – que es en esencia mando y obediencia – debe llevar al límite el sentimiento humano de la obcecación y la vocación de triunfo, que son el principal defecto del hombre común, pero la mayor virtud del Líder. Creemos posible, y aspiramos, a que se detenga ésta erosión acelerada de la figura presidencial y, desde la máxima Jerarquía del Estado, se cumpla con el mandato que el Pueblo le otorgó: el de conducir los destinos colectivos, hacia algún lugar más allá de las consideraciones metafísicas que hayan estado detrás de su elección como punto de arribo.