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Alienación y Pulsiones Individuales.

Por Silvano Pascuzzo

Queremos, a través de algunas reflexiones modestas, aproximarnos a un tema urticante, doloroso, para el pensamiento Cristiano y Socialista; pueril, absurdo, para los seguidores de ese Liberalismo dogmático, tan típico de nuestra época. Nos referimos a la supuesta falta de correlación lógica entre la posición ocupada por un individuo en el interior de la estructura social, y su paralela defensa del orden establecido. Eso que Karl Marx (1818-1883) denominara como: alienación.


Ocurre que, desde los tiempos de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), tenemos en claro que el Poder – como praxis – tiene sus propias reglas. En La República, Platón (427-347 a.C.) puso en boca de uno de los más conspicuos representantes de la Escuela Sofística, la siguiente y polémica frase: “La Justicia es lo que le conviene al más fuerte”.


Por tanto, no sería correcto interpretar las relaciones humanas ignorando la existencia de la arbitrariedad y del egoísmo; incluso, la exaltación de un principio tan sublime como la Libertad, podría ser interpretado como la simple sustracción de la propia voluntad a los deseos “del otro”.


Ahora bien, esto no implica, naturalmente, la ausencia en el ejercicio del Poder de una Ética. Toda dominación se respalda en una ideología, en una moral, que la hace soportable. La sujeción del Yo a la autoridad, al mandato externo imperativo, se encuentra en el centro del debate sobre la capacidad opresiva del Estado, desde Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704), hasta Sigmund Freud (1856-1939) y Michel Foucault (1926-1984).


En las últimas décadas, con el auge de las cosmovisiones “neoconservadoras” a escala global, ha podido verificarse un notable aumento de la popularidad de ciertas tendencias, que resaltan las virtudes de los grupos privilegiados, a partir de la defensa del individualismo. Por un lado, suele pontificarse sobre el dinamismo y la ética de la responsabilidad, cultivada por quienes han alcanzado el éxito en ciertos campos. Por el otro, se lamenta – con inocultable cinismo – el desgraciado destino de los pobres, víctimas de una inveterada pereza y portadores de peligrosas inclinaciones a la concupiscencia, el delito y la rebelión. En una palabra, se ha construido una medulosa justificación de la Desigualdad.


Frente a ello, ciertas miradas críticas destacan la sorprendente pasividad de los oprimidos y les reclaman, desde un discurso repleto de racionalismo ilustrado, una toma de conciencia individual, la que, eventualmente, los llevaría a romper los múltiples lazos que los mantienen mansamente a las órdenes de sus amos. Y es muy interesante señalar que, en gran medida, esos reproches surgen de una filosofía fatalista del Poder, que –correctamente – resalta la sumisión de las personas a la autoridad como un peligro latente para su desarrollo y autonomía; pero, al mismo tiempo, niega toda función emancipadora a la Política, exaltando un individualismo pesimista que, en rechazo al Idealismo Romántico de los siglos XVIII y XIX, asocia las pulsiones colectivistas con el aplastamiento de los derechos humanos básicos.


De ésta manera, arrastrados por un clima de época, neoliberales y postmodernistas coinciden en entronizar al Individuo como el alfa y el omega de todo principio ético; más allá o más acá de disensos en otros campos del debate teórico. Nada puede impedir que sintamos, al leer y al escuchar ciertas opiniones, una fatalista afirmación de la soledad irremediable del Yo, ante una vida plagada de desgraciadas y trágicas evoluciones; privada, por supuesto, de todo objetivo trascendente, y relegada al cumplimiento de un único y esencial mandato: la lucha por la supervivencia.


Por lo tanto, la Comunidad, entendida como ideal de destino, ha sido y es el blanco predilecto de éstas filosofías del “Ego”, del Yo; advirtiendo con gran claridad sus cultores que, en ella, se halla la llave maestra para superar esas existencias arrojadas en medio de un destino impiadoso y cruel. Ser parte de algo que nos trascienda, que nos contenga; quizás no termine siendo, en el fondo, un acontecimiento ni tan repudiable, ni tan malo. Cabe la posibilidad de que, lo que algunos llaman “alienación”, no sea más que la ausencia de un efectivo y equilibrado procesamiento de lo social.


El Neoliberalismo entonces, con su fanática defensa de la Razón Instrumental; y el Pensamiento Postmoderno, con su paralelo rechazo de todo lo colectivo, han demonizado a la Comunidad y, junto con ella, al Estado, como los principales enemigos de la Libertad. El resultado, un Nihilismo pesimista sobre la naturaleza humana, que instituyó una eticidad que otorga al Yo el dominio absoluto sobre toda la realidad. Y con ello –deliberadamente o no – el aislamiento autárquico del Individuo, condenado a evocar constantemente su auto determinación, a costa de cualquier aspiración igualitaria.


De ésta manera, la afirmación de la propia conciencia autoafirmada aparece, en el mundo actual, como la ausencia de lo colectivo, ignorancia del aspecto social de la vida, de sus ventajas y potencialidades dignificadoras. Aquel defecto que Charles Wright Mills (1916-1962) describiera como falta de Imaginación Sociológica, o de la posibilidad de establecer ligazones causales, entre el discurrir de nuestro propio “pasar por el mundo”, y los factores estructurales que lo condicionan, limitan y otorgan un sentido al mismo.


¿Cómo salir entonces de los peligrosos derroteros a que conduce la alienación? ¿Es tan siquiera deseable intentar un cuestionamiento orgánico, integral, a la misma? ¿Hay espacio frente al dilema que nos pone enfrente la deliberada dualidad entre egoísmo utilitarista y fatalismo nihilista? La respuesta, nada fácil, se encuentra quizás en los Clásicos de la Grecia y la Roma antiguas, y en lo mejor del Humanismo del Renacimiento, como agudamente lo ha destacado Alain Touraine, en una de sus obras más famosas. Junto a él, nos animamos a sugerir que es en la “lucha colectiva” y en la “organización popular”, donde se encuentran los antídotos más realistas, más prácticos y más útiles para superar la alienación autosuficiente del Yo.


Sin embargo, no podemos ni queremos, negar el valor irrenunciable y éticamente positivo de la Libertad; pero la concebimos enraizada en un proceso histórico y socio-comunitario, que la complementa con la búsqueda de la Igualdad y la Fraternidad entre los hombres. Lo “público” y lo “privado” no son términos antitéticos, como desea presentarlos el Neoliberalismo más ortodoxo y dogmático; sino que son naturalmente complementarios, a la hora de dotar de significantes a las capacidades racionales de la persona, conectándola con su medio y sus contextos sociales y culturales. El Yo, arrojado como un pequeño esquife, en medio de tormentosas olas, de las que desconoce sus características generativas y sus lejanos orígenes, es hoy el principal baluarte de la dominación del capital financiero sobre el conjunto de los pueblos del Mundo. Una nítida, aunque soterrada realidad, que no puede ser entendida por quienes ignoran la Historia y desprecian el Poder liberador de lo Social.


Es por eso que las imprecaciones moralizantes, en contra de los comportamientos alienados, de un sector numéricamente amplio de las sociedades modernas, deben ser sustituidos por dos acciones convergentes y simultáneas; que, sin ignorar los peligros del Poder, busquen orientarlo, en los hechos y no en las palabras, hacia otros designios, diferentes a la mera sojuzgación del Yo, frente al omnímodo control exógeno de agentes opresivos.


Por un lado, la inclusión de los incautos, anómicos y oportunistas, dentro de un proceso colectivo, que los contenga y les inculque “conciencia de sí”, junto al respeto del diferente como un igual. Por otro, la reducción de los grupos egoístas asociados al privilegio, a la total impotencia política; evitando así, la excesiva “elitización” de la Democracia. Una operación estratégica, que no podrá ser nunca exitosa sin la reivindicación explícita de la idea de “Comunidad” – la Koiné – de los Clásicos.


En conclusión: derrotar la ausencia de un correcto sentido de la autoafirmación individual requiere, previamente, que las personas se sientan parte de un espacio social común, que las respete pero que, al mismo tiempo, las proteja de las acechanzas de un mundo indiscutiblemente cruel. Será el compromiso trascendente con el destino de los otros lo que hará posible la autonomía como aspiración y cómo realidad. Porque junto a una peligrosa tendencia de lo colectivo, al ahogamiento de las “pulsiones de Libertad”, existen, en medio de tensiones y equilibrios inestables, fuerzas que tienden a la concreción efectiva, en la Comunidad, de esas mismas pulsiones; aunque sea de modo parcial e imperfecto.

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